Crónica de un megáfono en cautiverio

Fuente: Freepik

Por: Alondra Figueroa Salamán

La rutina es de 16 pastillas al día: ocho por la mañana y ocho por la noche. Un cóctel de vitaminas, analgésicos, aspirinas, un antibiótico y un jugo llamado Rio Vida para fortalecer el sistema inmunológico. Nunca antes había bebido tantas diferentes colores y tamaños: blanco, azul, amarillo, grande, pequeña, redonda…

En la mañana del jueves me preparaba como de costumbre para ir a trabajar. A simple vista era una mañana rutinaria, hasta que algo cambió. Antes de llegar a la tienda donde trabajo, hice una parada para realizarme la famosa prueba del Covid-19. Alguien en mi trabajo resultó ser positivo al virus y, como protocolo, me la tenía que realizar yo también.

Llego al laboratorio en Vega Baja y me siento en una sala blanca con algunas sillas a mi alrededor a esperar mi turno. Luego de unos 20 minutos la enfermera me llama y me levanto del asiento. Antes le pedía a mi madre que me tapara los oídos cuando me tomaban sangre, porque me da miedo todo lo que tenga que ver con pruebas y agujas. Entonces el hecho de estar aquí sola, me aterra.

La enfermera desinfecta el área y tomo asiento nuevamente. Ella saca la prueba y me dice que me baje el cubrebocas para proceder a insertar el palillo en mi fosa nasal. Suspiro mientras va entrando y ella me dice que evite fruncir la cara porque era más complicado, así que me calmo. La tortura termina, con lagrimas en los ojos le pregunto si eso era todo, a lo que responde que sí, que la prueba me llegará por correo electrónico en una hora. Así fue, afortunadamente todo salió bien y, una vez más, salí negativa al Coronavirus. Prosigo con mi fin de semana sin problemas: trabajando, compartiendo con mi familia y también con mi novio.

… 

Despierto a las 6:08 a.m. del lunes, abro los ojos y siento un cansancio extremo en el cuerpo, parecido a cuando caminas todo el día en un parque de diversiones. El calor se apodera de cada parte de mí, a pesar de que el aire acondicionado está en 65 grados y por lo general, soy friolenta. Sin embargo, el esqueleto me pesa y una extraña fuerza me invade.

Me quito las frisas y cierro los ojos. A las 11:00 a.m. se escucha el timbre del despertador. Me alzo con pocas energías, pero esta vez para abrir mi computadora y tratar de tomar las clases universitarias virtuales. Con la luz que sale del dispositivo, siento la cabeza latir. Los ojos se cierran y abren mientras escucho a mi profesora hablar, mientras combato con los diferentes malestares para poder atender la clase.

Luego de varias horas, por fin a las 5:20 p.m. termino mi última clase. El dolor es cada vez más intenso y el cansancio se adueña de mí. Sin energía, me duermo nuevamente. Sinceramente, soy demasiado changa cuando me enfermo, pero esto era diferente. “Ay Dios mío, tiene covito”, piensa mi madre, por lo que realiza una cita para hacerme nuevamente una prueba de Covid-19.

… 

El miércoles a las 7:05 a.m. ya estoy despierta. Una ducha y me pongo lo primero que encuentro: unos sweatpants gris con una camisa blanca y mis tenis Puma. A las 8:00 a.m. estoy en la fila, hay tres carros delante de mi Corolla negro. Una hora esperando. Mi madre con cubrebocas y obvio, yo igual. Por fin es mi turno. La enfermera me pregunta la razón para hacerme la prueba y le explico: “Alguien salió positivo en el trabajo. Me hice la prueba y salió negativa, pero el lunes me levanté con síntomas”. Ella me contesta que era algo normal.

En la tarde, mientras duermo, ya encerrada en mi cuarto, recibo la tan esperada llamada del hospital PryMed de Ciales. Era una enfermera para darme la noticia. Me pregunta mi fecha de nacimiento -porque si no, no me dan los resultados-, y me dice que tengo Coronavirus, que quizás simplemente estaba incubado y por eso había dado negativo anteriormente. Me sentí doblemente mal. En mí vivía la esperanza de que fuera otra cosa y más porque había compartido con mi familia y novio como de costumbre. En mi casa nadie tiene Covid-19, sin embargo mi novio no fue tan afortunado y sí se contagió, pero a diferencia de mí, es asintomático.

Esta situación es algo que puede ocurrir. Las autoridades medicas mencionan que se supone que la prueba se haga de cuatro a cinco días después de estar en contacto con el virus. Entonces, eso fue lo que me sucedió, aunque realmente no sé en qué momento estuve expuesta al virus, porque solo salgo a trabajar y siempre me cuido.

Sufrir de Covid se siente como si un camión te pasara por encima mil veces. Un dolor de cabeza horrible te arrebata las ganas de vivir, la garganta pica con ganas de explotar y los ojos arden como si fuego saliera de ellos. No obstante, eso no es lo peor: es el hecho de que estoy encerrada tanto tiempo sin nadie. Estoy viviendo una doble cuarentena.

En mi caso eso es lo más triste. Me siento sola. Aunque mi familia, amistades y novio me llaman y se preocupan por mí, no es lo mismo. Ahora entiendo cuando dicen que una pantalla no es suficiente. El único contacto que tengo con mi familia, es a través de una silla.

La coloqué en la pared cerca de la puerta para que me pudieran dejar todos los alimentos, medicamentos, bebidas o cualquier otra necesidad que tenga, sin contacto directo. Me consienten mucho y todo me lo dejan allí. Es bueno y una tortura a la vez. Ese asiento es mi modo de sentirme acompañada aunque sea por unos minutos.

Me hace falta estar en contacto directo con mi familia; ir a desayunar a casa de abuela; acostarme por las noches con mis papás y estar en la sala “haciéndole un hoyo al sillón”, como dice mi mamá. Si antes hablaba sola, ahora aún más. No tengo a quien perseguir para entablar una conversación y volverlos locos. Solo me vuelvo loca a mí misma.

Siempre temo más el hecho de contagiar a las personas que amo que sufrir estos síntomas. Con espejuelos empañados quisiera decir que todo termina ahora. El único síntoma físico que me queda es un dolor de cabeza que parece una máquina de corriente encima de mi frente, y el fuego en los ojos que no quiere apagar. Aún así, mejor de salud, nada quita el sentimiento de soledad que está presente en cada rincón de mis cuatro paredes. El megáfono de la casa está apagado, y no puedo esperar el día que se encienda nuevamente en su máxima potencia.

Author: Alondra Figueroa SalamánEstudiante del Departamento de Comunicación Tele-Radial con concentración en Noticias.

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