De camino a casa por la PR-18

Por: Mónica Cappas monica.cappas@upr.edu

El cielo azul celeste acompañado del brillo intenso del sol, anuncia la llegada a nuestro primer destino: Arecibo. El viento sacude mi pelo y me provoca una sonrisa. Siento una alegría que me serena cuando viajo desde Carolina a este punto. Hace tres años me mudé a la Villa del Capitán Correa para comenzar mis estudios universitarios. Este, sin embargo, sería mi último viaje al lugar que me regaló tanto.

Mis ojos color café fijaban su mirada en el retrovisor que reflejaba la fila de carros detrás. Sería un día largo. Recuerdo que, a pesar de lo placenteros, también se hacían eternos mis viajes de regreso a Arecibo. Mis amigos y familiares pensaban que estaba loca por irme tan lejos de mi hogar a cursar un bachillerato en Comunicación Tele-Radial en la Universidad de Puerto Rico en Arecibo. No les agradó la idea, en especial, a mi abuela.

De hecho, fue mi abuela quien me acompañó a buscar mis pertenencias en mi antiguo hospedaje. La pandemia provocó esta mudanza. La ausencia de clases presenciales y la soledad me motivaron a despedirme de Arecibo.

Íbamos en mi guagua al ritmo de California Dreamin’ del grupo The Mamas & The Papas. Abuela, o como prefiere que le digamos sus nietos, Coty, reconoció la canción de mi playlist. A pesar de sus años de vida, tiene una memoria ávida. Sus risas y sus ojos caoba escondidos tras unas gafas Ray Ban rememoraban algunas anécdotas de su juventud en los Estados Unidos durante la década del 70.

Coty nació en Laredo, Texas, en 1951. Trece años después, se mudó a la Isla del encanto, aunque de joven adulta, viajó a varios destinos, incluyendo el estado de California. Mi abuela no recuerda si fue en el ‘71 o en el ‘72, una noche cuando se encontraba en una discoteca que se llamaba Trubrador, en California cuando presenció algo inolvidable

“It was a typical disco, you know? Por fuera parecía un English Cottage, según explica Coty: “It was the 70 ‘s kid, you were lucky it even had fucking lights”.

En el fondo de la discoteca había una tarima con músicos, como la de Saturday Night Live. De repente, un músico no muy conocido se presentó en la tarima, vestido de forma extravagante. Abuela recuerda su ajuar por tener “sparkles all over the place” y unas gafas en forma de estrellas. Era delgado con pelo marrón, pero según la iluminación, se veían matices también de rojo. El joven artista era un opening act para una tal Linda Ronstadt. Años más tarde, sin embargo, ese músico sería conocido internacionalmente como Sir Elton John.

Hora y media y algunas anécdotas más tarde, llegamos a mi hospedaje. Las paredes de la casa eran grises y en un espacio de la entrada se observaba el número del edificio, J2, despintado. La calle 8 solía estar repleta de universitarios, incluso nunca había estacionamiento, pero eso era parte de vivir en University Gardens. Sin embargo, desde la pandemia, la calle se había convertido tan solitaria que parecía un camposanto.

Abrimos el portón oxidado y guié en reversa sobre la rampa verde hasta la marquesina donde nos estacionamos. Nos dividimos la casa proporcionalmente para empacar mis pertenencias. Abuela se encargaría de la cocina y yo de mi cuarto.

Empacamos mis pertenencias en bultos y maletas. Sartenes, ollas, cucharones, calderos, vasos, platos hondos ocuparon todo el espacio en la maleta. Mis recuerdos se encontraban albergados en el interior de ese equipaje. Sentí el pecho apretarse mientras se formaba un nudo en mi garganta. Sacudí mi cabeza y me dirigí al cuarto. Abrí un bulto mediano y arrojé lo que quedaba en él: mi corazón latía fuerte y mis pensamientos me aturdian. Mientras trataba de calmarlos, me senté sobre el bulto tratando de cerrar la cremallera.

Luego de una batalla extensa, logré mi conquista. Observé mi habitación sin rastros de mi. Paredes desnudas sin decoraciones, clósets sin ropa, cero rastro de mis peluches, del resto de mis pertenencias… de mí.

La vida es un viaje constante de altas y bajas con muy pocas paradas de descanso. Arecibo fue mi área de reposo, pero sobretodo de crecimiento. Descubrí mi pasión, lo que en un futuro será mi profesión. Aprendí de la vida y de una realidad fuera de la que viví tantos años. Sin embargo, he hecho tantas mudanzas que me es normal no permanecer en un lugar por mucho tiempo; digamos que me considero nómada. Arecibo es el lugar que luego de mucho tiempo pude considerar un hogar, donde me hubiera gustado sembrar raíces.

No soy la misma chica que se fue de “la metro” al “campo” hace tres años, como me decían mis amistades. La atmósfera plácida, los coloquialismos, la calidez y el afecto de la Ciudad del Cetí me abrazaron en momentos inestables. Sentí como lágrimas se asomaban por mis ojos y un nudo crecía en mi garganta al recordar todas estas experiencias. Aun así, no me permití llorar, no por temor a ser débil, sino porque no quería despedirme de mi hogar de esta manera. Llevé el bulto a la sala junto a mis otras valijas. Coty, muerta de calor, me esperaba sentada en la sala.

-“All done, baby?”, me preguntó.

-“Yeah, I’m ready”, contesté.

***

Luego de colocar todo en mi guagua, nos dirigimos de vuelta a Carolina. La autopista estaba rodeada de árboles frondosos, flamboyanes floridos y terrenos baldíos. A su lado, vimos pasar los letreros de las salidas hacia Manatí, Morovis y Vega Alta.

Cada vez que conduzco por esta travesía veo animales atropellados y siempre me causa tristeza. Queriendo olvidar la imagen desagradable de un perro ya casi disecado, agarré mi móvil y seleccioné una canción de Bad Bunny. Coty me mira, alza una ceja y frunce el ceño con mala cara. Me río y vuelvo a nuestro playlist de los ‘70: ella contenta y yo feliz por verla sonreír.

Luego de una combinación de canciones y de anécdotas de abuela en Woodstock, Nueva York, nos encontramos en la autopista Luis A. Ferré, cerca de la prisión federal de Guaynabo. Recuerdo andar en giras de la escuela superior, transitar en guaguas amarillas escolares sin aire acondicionado por aquí y gritar: “#FreeAnuel!”.

“Han pasado tantos años desde que hacía eso”, pensé. Lo que desconocía en esos momentos de euforia, es que mi regreso a la Tierra de los Gigantes en esta ocasión me brindaría la felicidad genuina que tanto añoraba. Jamás hubiera pensado que iba a extrañar tanto Carolina; pasé años deseando irme y ahora en cuestión de meses moría por volver.

Mis pensamientos fueron interrumpidos abruptamente por un conductor que, como buen puertorriqueño, me hizo un ‘corte de pastelillo’. Pisé los frenos, sentí como nuestros cuerpos se movían hacia el frente y rápidamente nuestras espaldas se devolvieron a su posición original.

Nos detuvimos a centímetros del automóvil de enfrente. Maldije al chofer y respiré profundamente; escuchaba los zumbidos de colibríes en mis oídos. Estas son las cosas que odio y sigo odiando del área metropolitana. No podía evitar comparar los conductores de Arecibo con los de la metro . ¡No sé cuáles son peor! Pero dentro de tanto enojo, recordé soltar una pequeña carcajada. Es que de esa forma y muchas otras recordaría al Diamante del norte, mi antiguo hogar.

Author: Monica Cappas

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