Hoy salvé una vida

Publicado el Por Kiara Quijano

¿Alguna vez has pensado que eres capaz de salvar una vida? Todavía hoy lo pienso y me reafirmo que no hay casualidades en el mundo, que todo está destinado a ser, que hay fuerzas que nos guían y solo tenemos que reconocerlas y permitir que se manifiesten.

Una tarde de octubre, al salir de hacer unos encargos en el supermercado, decido dar una vuelta por la playa. Me lo cuestioné antes de ir, pues llevaba la compra y algunas cosas frías que se pueden desmerecer, aún así, decidí dar un paseo para ver el mar y respirar un rato. Jamás imaginé que ese paseo se convertiría en el día que le devolví las ganas de vivir a alguien.

Comienzo mi ruta desde la esquina de la plazoleta de la Cruz de Colón, donde ya se comienza a ver la costa. Bajo los cristales del carro y siento la brisa del mar y la calma; respiro profundo y disfruto del paisaje. Veo palmeras grandes y frondosas una detrás de la otra y rápido siento el azote del viento y el olor peculiar a salitre, que entran por las ventanas del carro.

Sigo mi ruta y llego hasta la otra esquina de la costa de Aguada, el balneario de Pico de Piedra. Aquí decido hacer un viraje para regresar por la misma ruta y disfrutar del mismo paisaje nuevamente. Esta vez mi intención era conseguir un espacio para detenerme y bajarme unos instantes a ver el mar. 

A mi regreso, miro detenidamente cada spot que me parece adecuado para conseguir mi mejor vista. Paso por lo que parece ser un buen lugar, pero lo identifico muy tarde y tengo un carro detrás. Sigo mi marcha y pienso: Está bien. Todavía queda ruta, consigo algo más adelante.

Continúo mi trayecto, pero de repente me digo: me gustó mucho aquel spot, voy a virar. Sentí como si una fuerza dentro de mí, hizo que quisiera regresar al lugar de antes. Una fuerza que pronto entendería. Estaba destinada a volver a ese espacio, a bajarme en ese lugar, ese día, a esa hora. 

Me estacioné justo en frente del restaurante El Galeón, con una vista perfecta en la que supuse que el atardecer se vería muy bien.  Bajo del carro sin mi mascarilla porque no hay nadie. También decido dejar mi celular porque mi intención era conectar y meditar unos instantes antes de volver a casa.  

A lo lejos logro identificar dos siluetas de surfers en la distancia y me emociono. Mi sueño frustrado ha sido siempre montarme a cachar olas en una tabla, pero le tengo demasiado respeto al mar y a sus profundidades. Me queda disfrutarme a quien lo hace con mucho entusiasmo. 

Minutos después, llega lo que parece ser un familiar de una de las chicas que está a lo lejos en el agua y comienza a hacerle gestos con las manos y a llamarle por su nombre, gritando. 

Miro la escena y sonrío. Me recuerda a mi mamá y a mi abuela cuando iban a buscarme de niña a la escuela. Me pregunto, ¿cómo será la vida de las madres que tienen hijos o hijas que se dedican a este deporte extremo? ¿Orarán todos los días? ¿Se preocupan por qué su hijo o hija no regrese a casa hoy? La muerte llega cuando llega, pienso yo. No hay manera de controlar cuando nos toca. ¿O quizá sí? Me gustaría pensar que sí, porque hoy la detuve, o al menos, eso pienso.

Sigo mirando el mar.

De repente llega un joven cerca del espacio donde estoy sentada y al percatarse que respondo a su llegada con una mirada fija, me pregunta: “puedo sentarme aquí?» Él se encontraba a una distancia considerable. Vestía de un mahón azul largo, con una camisa ancha, pero no tanto. Probablemente media como 5’4 o algo así. Llevaba un par de tennis blancos impecables, una gorra espetá, cadenas colgando de su cuello y pantallas en los dos lóbulos de su oreja. Cumplía con todas las características de lo que se pudiera llamar un caco moderno. 

Yo muy tranquila le respondí que sí. Que la playa no es de nadie, que es de todos y somos libres de sentarnos donde queramos. 

Sigo observando el paisaje, reflexionando. 

De repente escucho gritos y reclamaciones en lo que parece ser una llamada telefónica que está teniendo este chico. No logro descifrar si está llorando o si esta riendo. Intento escuchar, pero estamos a una distancia en la que se me es imposible. Veo todos sus gestos, siento su desesperación y puedo notar su cara de tristeza. Logro leer un poco de sus labios a lo que el reclama: “¡Dios mío, ayúdame!” una y otra vez. 

Me volteo a seguir mirando el mar, esta vez con cierta incomodidad y pienso: me tengo que ir de aquí pronto. 

Pasan unos breves minutos y volteo a mirar y veo al chico tumbado en el piso. Sigue hablando por teléfono, noto como su pecho sube y baja aceleradamente. Él se levanta al finalizar la conversación telefónica, se sienta con las manos a sus rodillas y comienza a mirar el mar. Ahora confirmo lo que me temía. Estaba llorando; mucho. Le notaba el rostro cansado, su mirada vaga y los cachetes rojos color tomate.

Nuevamente, siento la fuerza de antes, me da como un tucu tucu, quiero saber qué sucede. Quiero ayudarle. Es la misma fuerza que me hizo virar y detenerme en ese espacio. Me gusta pensar que sí. 

Me levanto sin pensarlo mucho. Voy al carro, busco mi mascarilla y al volver, le ofrezco un abrazo. Por fin logro verle a la cara. En sus ojos puedo percibir su desespero y su angustia. Puedo percibir una carga que lleva.  Él me miro extrañado, pero inmediatamente accedió, aferrándose a mí.

Ven acá, levántate, te voy a dar un abrazo. Llora todo lo que tengas que llorar. Suelta todo lo que tengas que soltar. Y empezó a llorar mucho, mucho. ¿Sabes? Como cuando uno tiene ese “taco” y alguien te pregunta “¿qué te pasa?” y con eso basta para que despegue el mar de lágrimas. Así mismo pasó, solo que no tuve ni que hablar. 

En medio del abrazo me cuestiono si estoy haciendo lo correcto. Estoy en mi pueblo, en un espacio público donde pasan carros constantemente. Me entra la perse. No conozco a este chico, no sé nada de él ni qué ha hecho o qué va a hacer. Miles de pensamientos llegan a mí, pero sigo abrazándolo. Me cuestiono si corro algun riesgo, pero le sigo abrazando, cada vez más fuerte. Él solo puede decirme “yo soy bueno, yo no soy malo” “yo tengo tatuajes, pero no soy malo” “yo soy bueno”. Y así seguía, como en un loop, a llanto tendío.

Esa línea me choca. “tengo tatuajes, pero no soy malo” Sí, visiblemente tenía varios tatuajes y no te puedo negar que sus características físicas, de repente me hicieron cuestionarme una vez más. ¿Estaré cayendo en una trampa? ¿Huirá de algo?, ¿de alguien?  Espero que nadie que le conozca y le quiera hacer daño, me vea y quiera hacerme daño a mí también, pensaba.

Estamos tan sumergidos en los estereotipos que de repente, en un momento tan intenso, íntimo y random con un extraño, es imposible cuestionarse ciertas cosas. Igual, ya yo estaba ahí y le seguía sosteniendo.

Ese abrazo me confirmó lo poderoso que es el contacto. Fue como si al apretarle y sostenerle, hubiese hecho algún «click» y automáticamente le enviara una señal a su cuerpo de que se liberara. Fue un gran abrazo. De esos fuertes, que te reinician, que te reconfortan. 

Cuando pongo fin al abrazo, me dice: “Gracias” con su cara ahora mucho más roja que antes y sus ojos chinitos.  

Eres la persona mas importante de tu vida, le digo. Mi intención era escucharle. A veces, necesitamos ser escuchados sin que nadie nos responda, pero fue inevitable entrar en una conversación por qué a continuación diría algo que retumbaría muy dentro de mí. 

“Yo venía caminando por ahí y vi este lugar así, bonito y me senté aquí y yo en lo único que estaba pensando era en grabar un video con mi testimonio y publicarlo en Facebook porque me quiero morir, me quiero matar, no quiero estar aquí más.”

Lágrimas de sus ojos comienzan nuevamente a asomarse, esta vez, de los míos también. Intento mantener la calma, pero estoy en shock.

Se me aprieta el pecho. Le escucho. Me comenta la razón por la que llegó hasta ese espacio, ese día, a esa hora. Me dice que viene caminando desde un negocio cercano, donde se encontraba una amiga con la que quería hablar y no le escuchó. Entre tantos temas que hablamos, me comenta que su mamá no le quiere y que lo botó de la casa, que no tiene a nadie, ni amigos, ni familia, que se siente solo, que ha estado preso, que le juzgan, que no tiene razones para vivir. Me dice su nombre, me pregunta el mío. 

Sigo conectando intensamente con la fuerza de unos minutos atrás y ahora logro entenderla. La razón por la cual viré y me detuve precisamente en ese espacio, ese día, a esa hora: fue él. Él fue la razón.  

“Contigo acabo de reafirmar mi propósito de vida. Yo quiero servir, ayudar a quien lo necesite. Por favor, haz que mi propósito de vida no sea en vano. Necesito que consigas el tuyo. Intentaba hacerlo parte de mi propósito, para que él encontrase el suyo propio, para que se sintiera que es visto y reconocido aunque sea, ante una extraña.

Él lloraba mucho. Yo intentaba reforzarle. Eres la persona mas importante de tu vida. Te tienes. Aférrate a ti y en lo que creas, le decía. Me dijo que era creyente; entonces le dije que Dios no lo iba a dejar solo, que tenía que esforzarse a continuar hacia adelante. Que existen muchos grupos de apoyo, que hay alternativas. Yo solo quería calmarlo y que lograra identificar una razón por la cual decirle que sí a la vida. Quería lograr quitar ese pensamiento tan peligroso de su mente. Estuvimos hablando un buen rato hasta que le note el semblante mucho más calmado.

Él necesitaba regresar a su casa -yo también a la mía- en el calentón del momento pensé hasta llevarlo yo, quería que estuviera a salvo. Medité un poco y pensé que ya había hecho suficiente y el hecho de que no le conozco, reforzó que no debería.

Su celular se había quedado sin carga. Le ofrezco hacer una llamada con el mío. Voy al carro y por seguridad le digo que prefiero marcar el número en privado. Él me dice que va a llamar a una amiga. A la misma que le dejo plantado una hora antes y por la cual había decidido caminar hasta allí.

Yo le comento que lamentablemente -aunque quisiera- no puedo ayudarle más, que tengo que volver a casa. La compra llevaba ya casi dos horas en el baúl del carro. Él entendió y me agradeció todo lo que ya había hecho. Entre una cosa y otra, llega una guagua negra. Es la amiga que pensabamos que no vendría. Él se monta con ella y se van. Yo me monto en el carro y me voy.

De regreso a casa voy con el radio apagado, las ventanas del carro arriba. Un silencio sepulcral. Solo repetía en mi mente una y otra vez acabo de salvar una vida, acabo de salvar una vida.

Todavía, hoy, me pregunto dónde estará. Me cuestiono si llegó a casa ese día, si pudo hablar con su amiga, cómo sigue la situación con su mamá… cómo esta él. Mi mayor miedo a partir de ese día, siempre será entrar a alguna red o ver alguna noticia desagradable con su rostro y su nombre. 

Yo, sigo en eterna búsqueda de poder descifrar lo que significan esas fuerzas repentinas que impulsan a tomar desiciones en mi vida. No soy creyente ni profeso ninguna religión. Me guío por mis pensamientos y mi sentir. Algunas veces me gusta pensar que es el universo, otras intento convencerme de que son una simple casualidad, pero esta vez sentí, por alguna razón, sentí que fue Dios; que fui de alguna manera, su instrumento. Creas en lo que creas, mires de dónde mires, estoy segura de que tú y yo coincidimos en algo: yo tenía que haber estado allí.

Kiara Quijano
Author: Kiara Nicole Quijano SotoEstudiante de Comunicación Tele-Radial con énfasis en periodismo y producción y dirección.

Un comentario sobre “Hoy salvé una vida”

  1. Leerte fue como haberlo vivido en carne propia. Nunca me cansaré de leerte y hoy reitero que eres una de mis servidoras favoritas. ¡Tú tenías que haber estado allí!

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