Es viernes en la tarde, ya pasadas un par de horas de haber comenzado mi turno. Me encuentro parado frente a la caja registradora: ese lugar donde me toca interactuar y cobrar a las personas la mercancía que han decidido llevarse. Es hora de cambio de turno e inoportunamente, la fila comienza a crecer desmedidamente frente a mis ojos.
Se aproximan dos clientas a la caja registradora. Parecen treintonas, son extranjeras y muy empáticas. Están listas para pagar después de haber dedicado un par de horas a encontrar piezas útiles entre el mar de mercancía que allí se presentaba. Ambas traen más de cinco piezas de ropa. Tomo el tiempo para desprenderlas de los ganchos que las hacían visibles. Las clientas están satisfechas por lo que han encontrado. Visiblemente emocionadas, intercambian palabras y risas entre ellas. Me entregan el dinero en efectivo y llega el momento de concluir la transacción. Abro la caja registradora y tan abarrotada de billetes de veinte, noto que no da para más: me he quedado sin cambio para la clienta. Aumenta la tensión a la vez que la cola continúa multiplicándose. Intento respirar, pensar en una solución rápida y efectiva, y a la vez, no perder el control.
Decido levantar la vista para llamar a un gerente, quien me haría entrega del cambio necesario, cuando de repente, me cruzo la vista con un hombre alto y corpulento, que esperaba molesto y ansioso, junto a su esposa en la fila. El hombre, incapaz de disimular su desespero, estaba a punto de estallar. Se notaba que ya había buscado en su diccionario y practicado muy bien lo que iba a decir a la hora de ser atendido.
Luego de esperar varios minutos, en lo que la gerente le explica la meta a realizar a otros compañeros que entran de turno- me entregan el cambio, lo cuento billete a billete para saber que no falta dinero y al final de mi turno no tener un descuadre.
La fila de clientes serpentea y finalmente, llega aquel hombre corpulento al principio. Me preparo para, como de costumbre, darle una calurosa bienvenida a la tienda y preguntar si había encontrado lo que deseaba. Sin embargo, mis esfuerzos fueron en vano.
Mis palabras desaparecieron, se esfumaron entre el aire y la mala vibra que emitía aquel hombre me inundó. Como si estuviera aborrecido frente al televisor de su casa, se recostó del cristal, me miró fijamente y sin dejarme pronunciar palabra alguna, suelta un: “tipo eres más lento que la fila de Church’s”.
Fue entonces cuando el mundo se me cayó encima. Mi cuerpo comenzó a reaccionar, mis manos a sudar, mi vista a nublarse y en ese momento, la algarabía que había alrededor, se convirtió de cantazo en un silencio sepulcral. Mi mente buscaba las palabras que no encontraba y solo pudo salir de mi boca, lo siguiente: “disculpa caballero, este es mi trabajo y tengo que tratar a los clientes como se debe”.
En momentos como estos solo resta respirar profundo y continuar atendiendo a la clientela como de costumbre, aunque en el interior ganas no me faltaban de utilizar todas las letras que componen el abecedario para maldecirlo. Entre tantos pensamientos de ira que surgen en segundos, se torna menester mantener la postura y continuar laborando, ya que perder el trabajo por la falta de deferencia de las personas, solo aumentaría mi malestar.
Miré hacia el lado y vi en su mirada de mi gerente, un enorme sentido de impotencia. Fuertes ganas tenía yo también de salir corriendo de aquella tienda y no volver nunca más.
Ese momento se convirtió en un espacio de reflexión, en el que solo restaba continuar el turno como si nada hubiera pasado. Aún con mis manos temblorosas y sudadas, y mi cuerpo inestable ante el desespero y la ansiedad de tener que tragarme las palabras que por mi mente pasaron, respiré profundo por segunda vez. «Próximo en fila, porfavor»…