Por: Erick Velázquez Sosa (erick.velazquez1@upr.edu)
¿Saben cuándo sus madres les dan el mismo consejo más de dos y tres veces? Es porque ellas tienen ese sentido donde saben cuándo algo puede salir completamente mal, y yo soy víctima de no hacerle caso a esa madre que me parió. El domingo 27 de julio de 2014 a las 10:58 p.m., fue la fecha de mi primera prepada. Siendo un joven de 18 años en aquel tiempo que anhelaba poder saborear lo que es una vida “independiente”, hice mi debut con un error básico: no seguir un consejo de mi madre al no ponerle un collar a mis llaves del apartamento. Remo es el nombre que le puse a este llavero que después de esa experiencia horrorosa, me acompaña a todos lados hoy día. Aunque es algo que ocurrió tres años atrás, esta experiencia todavía tiene efecto.
La verdad es que, antes de decidir estudiar Comunicación Tele-Radial, primero quise experimentar el mundo de la Ingeniería. Siempre tuve planes de estudiar después de la escuela superior, pero no sabía qué, y como mis amistades cercanas se unieron para estudiar en la UPR de Mayagüez que muchos -incluso yo- lo veían como lo máximo, decidí seguirles. Internamente no era lo que deseaba. Era un chamaco que le gustaba escribir y crear historias, pero sustituí la escritura y la lectura por las matemáticas y ciencias.
Audicioné como trombonista para la Banda Colegial de Mayagüez y fui elegido para formar parte de tan prestigiosa banda. Automáticamente tenía compromisos con este conjunto para el lunes 28 de julio de 2014, cuando iba a tener mi primer ensayo como miembro. Tuve que conseguir un hospedaje.
Ese domingo antes del ensayo fue un día lleno de emociones, nervios, muchas lágrimas de mi madre. Mi padre serio siempre como Harrison Ford, sin mostrar ningún tipo de emociones, pero mi madre sabía que estaría dejando a su hijo, yo, en un lugar del cual no estaba seguro si quería estar. Ella me conoce más que nadie y sabía que irme a estudiar Ingeniería era como tratar de encajar un cuadrado en un triángulo, pero ella me apoyaba. Llegamos a Mayagüez y mi madre me pregunta por las llaves de mi apartamento que llevaba en mi bolsillo:
-“Necesitas un collar para esas llaves porque a ti se te pierde todo y te puedes quedar encerrado fuera de tu cuarto.”, dijo mi madre con voz mandona.
Tenía un collar ideal para mis llaves que me había regalado uno de mis mejores amigos. Gaby si me lees, le he dado mucho uso a ese collar. En ese momento no quise ponérselo a mis llaves. Estaba listo para emplearlo, y tal vez no lo hice porque era una orden de mi madre. En fin, la ignoré. A todo le decía que sí, ya que ella me explicaba hasta el uso de un tenedor. Estaba más nerviosa que yo, y era contagioso. Llena de lágrimas se despide de mí, y me vuelve a repetir todo lo que me había dicho para mantenerme seguro. Para finalizar, mami nota que el seguro de la puerta hacia la cocina es uno sensible, y si le ponía el lock podía ser que se cerrara sin que el manguillo hiciera el esfuerzo de aguantar, así que su última orden fue que la dejara abierta y pusiera la silla de mi escritorio frente a la puerta para que no se cerrara y evitara quedarme fuera de mi cuarto. No lo hice.
Estaba solo por primera vez en un hogar que no era mío y sin mi familia. El aroma y el silencio de esa habitación tenían sabor a independencia. El aroma de esa habitación era tan nuevo como cuando se abre un libro por primera vez. La cama olía a cover de piscina. Los gabinetes de la cocina olían a madera recién puesta. Todo era nuevo para mí, aún cuando sabía que muchísimas personas ya se habían quedado ahí antes que yo, como me había mencionado el dueño del hospedaje. Sentía que podía hacer lo que quisiera como hizo George Lucas con las precuelas de Star Wars. En ese momento a solas, lo único que quería era disfrutar de mi serie favorita: Supernatural.
Se hacen las 6, 7, 8 y 9 de la noche y mi madre me llamó al menos cuatro veces para saber si había comido y si me había bañado. La primera ya lo había hecho y la segunda todavía no porque los episodios terminaban y me quedaba con ganas de seguir al próximo. Había visto al menos cinco o seis episodios sin darme cuenta. Recuerdo esa hora, 10:58 p.m. cuando pensé que ya era demasiado tarde y que tenía que ducharme para descansar porque el día próximo era uno increíblemente importante para mí.
Procedí a desvestirme desde mi cuarto. Nuevamente, sentía que podía hacer lo que quisiera. Salí de mi habitación. Cerré la puerta. Caminé hasta el baño completamente desnudo, sintiendo la brisa fría de esa noche que marcaba, según mi egoísmo, el día que me liberé de las directrices de mis padres, y procedí a bañarme. Estuve los primeros diez minutos sin enjabonarme, solo debajo del agua pensando en el mañana. Cuando por fin decidí enjabonar mi cuerpo, me di cuenta que no lo había llevado conmigo, y tampoco una toalla. Salgo del baño y me dirijo al cuarto, y cuando voy a abrir la puerta, ocurrió lo que mi madre dijo que ocurriría. Mi corazón se aceleró en cuestión de segundos a 100 mph, me puse pálido, la brisa que sentía se había convertido en un aire acondicionado, y empecé a respirar rápidamente. Había cerrado la puerta y el seguro estaba puesto del otro lado y ahí estaba yo, desnudo como Adán y Eva en su primera aparición en la tierra.
-“¡COÑ@, C@R@J%, P#ÑE..!”
Las típicas palabras soeces que todo boricua dice cuando el enojo domina su cuerpo fueron expulsadas desenfrenadamente. Palabras tras palabras salían de mi boca a la velocidad de Eminem cuando rapea. Algo tan sencillo pero que a temprana edad nos cuesta tanto: obedecer a una madre. No lo hice. Era lo único que me frustraba en el momento, la maldita ignorancia que tenía por creerme súper independiente, y en seis horas había echado a perder todo lo que mi madre me había aconsejado que hiciera.
Desesperado empecé a buscar qué usar para taparme, y no había toalla, pero gracias a ese divino Dios que uno de los cuartos estaba abierto y tenía sabanas que olían a Gain. Parecía un faraón vestido de sábanas blancas. Sumándole al guille de joven independiente, lo primero que me pasó por la mente fue coger un tenedor y partir los dientes en tres pedazos y que de alguna manera me ayudaran a abrir la cerradura del otro lado. Ahora creía tener habilidades de espía como James Bond.
Mi teléfono estaba dentro del cuarto, así que no podía llamar a mis padres para que me ayudaran, y con la vestimenta que tenía, lo último que me pasaba por la mente era pedirle ayuda a un vecino. Además, frente a mi hospedaje había una casa con una fiesta que parecía ser de una fraternidad. No era una alternativa para mí.
Después de estar al menos una hora tratando de abrir la cerradura con un tenedor, me sentí inútil y me rendí. Acepte la realidad, pensé que si iba a salir a la calle, me tenía que esconder entre los arbustos y los autos. Salí cuidadosamente y efectivamente, tenía que cubrirme con los arbustos ya que no dejaban de pasar autos por esa calle. Pensaba que si un guardia me veía estaría frito. Traté de llegar hasta una casa donde veo a un anciano meciéndose en su hamaca. Salí corriendo inmediatamente en el momento que entendía que nadie me estaba mirando. Llegué hasta el balcón de esa casa despintada color menta, y con mi voz tímida y avergonzada le digo al señor:
– “Sé que esto se ve raro pero tengo una razón válida para pedirle su ayuda.”
El don había puesto una expresión facial de “estos jóvenes no aprenden”, como si a algún estudiante ya le hubiera ocurrido lo mismo. Eso me había calmado un poco porque pensaba que tal vez en el mundo existía otro idiota como yo que le habría pasado lo mismo. Pedí su teléfono prestado y llamé al menos diez veces antes de que mi madre me contestara, y cuando le cuento, dijo esa expresión diabólica que me amarga la vida cada vez que la dice, y porque muchas veces tiene razón.
-“¡TE LO DIJE!”