Me levanté ese 30 de enero como todo niño el día de Navidad. Ese día compraría el boleto para el partido de semifinal entre el Atlético de Madrid y el FC Barcelona. Era una típica mañana de invierno española, el sol alumbraba radiantemente el cielo madrileño, aunque sus rayos no calentaban y la temperatura apenas alcanzaba los 35 grados Fahrenheit.
Caminé 10 minutos a la estación del Hospital 12 de octubre. Jamás olvidaré ese camino rodeado de pinos que recorría a diario para llegar a la estación del metro. Al subirme al tren, por fin sentí un poco de calor, que duró lo que duró el recorrido. Cuando salí de la estación, una fría ventolera acarició mi mejilla y me puso los pelos de punta. Hacía mucho viento y ni el frío descontrolado, ni lo concurrida que estaba la avenida de Gran Vía, me iba a hacer perder ese entusiasmo de comprar una entrada para el partido.
Llegué a la tienda del Atleti y parece que ya me andaban esperando, porque tenían la calefacción encendida a una agradable temperatura. Me acerqué al mostrador y le pregunté con un poco de temor si aún quedaban boletos para ver el partido. Quedaban tres a 90 euros cada uno. Tan pronto logré oficial la compra del boleto para el partido, salí de la tienda con una alegría del tamaño del “Skyline” de Madrid.
Llegó el día tan esperado del partido. Todos en Madrid hablaban acerca del majestuoso encuentro de “semis” entre dos de los tres equipos más poderosos de España. La prensa madrileña demostraba cierto favoritismo hacia el Real Madrid y se concentraba en restarle merito al partido, ya que los merengues habían quedado eliminados de la competición semanas antes. En la peluquería que frecuentaba en Arguelles, se hablaba del respeto que existe por el Barcelona a pesar de la rivalidad que sigue vigente.
Horas previas al partido, salí a hacer ejercicio por el barrio y hacer que el tiempo se fuera más rápido. El dueño del piso me había dicho que Valdezarza era un barrio muy bonito y tenía toda la razón. Mientras corría por los valles de la Dehesa la Villa en Francos Rodríguez, podía percatarme de una vista de película que ofrece ese barrio: el Skyline y las montañas cubiertas de nieve que adornaban el horizonte.
El tiempo voló mientras disfrutaba de aquel paisaje de Valdezarza. Cuando dieron las 5:30, regresé a mi piso para empezar a prepararme para el partido. Estaba tan nervioso que perdí el apetito. Pero ese olor a arroz con habichuelas, pechuga de pollo y tostones que mis compañeras habían preparado, hubiera hecho que cualquiera cambiara de opinión, sobre todo estando tan lejos de la patria.
A las 6:30 partí hacia el estadio Vicente Calderón sabiendo el largo trayecto que me esperaba en metro para llegar al estadio. Para llegar a la estación de Pirámides desde Valdezarza, tendría que tomar el metro, recorrer 13 estaciones y cambiarme dos veces de línea para poder llegar a mi destino final. Un total de 40 minutos en el subterráneo bastaban para llegar a la estación más cercana al estadio.
Cuando llegué a Pirámides, me encontré con las calles repletas de hinchas y turistas que se acercaban para vivir la fiesta de la semifinal a las afueras del estadio. Mas allá del significado del partido, no podía creer que en efecto me encontraba en aquel lugar, ya que siempre acostumbré desde muy pequeño a vivir esas emociones a través de la televisión. Nunca imaginé que estaría en un escenario de ese calibre viviendo mi sueño de toda la vida.
Después de pensar y analizar todo eso en menos de un minuto, decidí despertar y vivirme la experiencia. Mientras caminaba al estadio, compré dos cosas que me venían muy bien para el momento: una bufanda conmemorativa del partido y una cerveza fría. Seguí caminando y observé familias, grupos de amigos, envejecientes y personas de todas las razas, todos caminando hacia un mismo rumbo, todos congregados por el deporte.
A las afueras del estadio se podía observar a los “Ultras”- que son los fanáticos más radicales del Atlético de Madrid-explotando petardos y bengalas, mientras cantaban todos a coro insultos hacia el rival. Era un ambiente digno de una semifinal.
A las ocho de la noche, decidí entrar al estadio para ubicarme. Recuerdo bien que los pasillos y la estructura no era muy moderna, pues todo estaba intacto desde que se inauguró en el 1966.
Lo que realmente me sorprendió fue cuando subí los escalones hacia la gradería y vi esa hermosa postal de un histórico estadio que estaría albergando su última semifinal en su historia. La gradería pintada de rojo, blanco y azul, identifica los colores del Atleti. Y ese verdor de un césped que parecía una alfombra de lo perfecto que estaba cortado.
Dieron las 8:45, sonó el himno del Atlético mientras caía el confeti como si fuera una nevada en pleno invierno. Las casi 55,000 almas cantaban sin cesar mientras salían al campo los 22 protagonistas del partido. Cuando acabó la pista del himno, la afición cantó a capella. Ahí supe realmente que eso era más que un partido y mucho más que una semifinal. La sensación que sentía era tremenda, jamás había experimentado algo así en mi vida.
A punto de comenzar el partido, ya se encontraban ambos equipos en el campo. Veía muy cerca a Messi y no podía dejar de sacarle fotos o de grabarlo, pues nunca pensé ver a un ídolo tan próximo. El árbitro pitó el comienzo del partido y se movió el balón en el terreno de juego.
La primera jugada de peligro la tuvo el local cuando Griezmann sacó un disparo de fuera del área. Pero el Barcelona se pondría en ventaja temprano en el partido gracias Luis Suárez después de un robo de Mascherano que terminó asistiendo al uruguayo para marcar el primero en la semifinal. Al ’33, aparecería Messi sacando un disparo violento de zurda que terminaría siendo un golazo impresionante. La verdad que el marcador nunca enmudeció a una afición que se mantuvo vitoreando a su equipo a pesar del marcador adverso.
En el descanso, tuve la oportunidad de conversar con un hombre mayor, su hermano y su hijo. El hombre me confesó que su hijo le compró la entrada para el partido y que viajaron 4 horas en carro desde Valladolid. Se mostraba muy contento porque por fin podía compartir con su hijo y su hermano al que hacía tiempo no veía. Además, me confesó que no era hincha del Atleti, sino del Barcelona. Cuando empezaron a saltar los jugadores al campo cortamos la conversación porque queríamos ver como terminaba el partido.
En la segunda parte, el Atlético reaccionaría para acortar distancias gracias a un gol del francés, Griezmann después de dos cabezazos en el área del Barcelona. El marcador se mantuvo asi hasta el final, el Atlético lo buscó pero el Barcelona se quedaría con la semifinal, sellando así su paso a la final.
Mientras iba camino a mi piso, iba pensando en todo lo que había vivido esa noche. Ademas de cumplir un sueño de toda la vida, también pude darme cuenta del poder unificador que tiene el deporte. En ese momento dejé de pensar en mí y analicé todo lo que había visto esa fría noche de febrero: un grupo inmenso y heterogéneo de personas reunidas por una pasión en común: el amor por el fútbol. Esto deja claro, que el deporte puede ser el mejor unificador del mundo.