“Entre el hombre y el árbol hay un imperceptible vínculo vital que une sus destinos.” -George Nakashima, carpintero
Por: Wailany Rodríguez Sierra (wailany.rodz@gmail.com)
El viento había comenzado a las 5:00 de la madrugada. Los nervios mucho, mucho antes. El estruendo, la corriente de aire que azotaba las ventanas de la casa eran todos indicadores de que el momento había llegado. Un miedo paralizante se apoderó de todos.
Apenas se asomaba el alba y ya la fuerza de los vientos sostenidos de 150 mph había arrancado de raíz la mayoría de los árboles que en el patio de mi casa habitaban. Esos árboles fueron los que por años me regalaron de sus frutos. Recuerdos. Oxígeno. Vida. Por años siempre habían estado ahí los árboles de panapén, papaya y plátano. La vegetación pintaba el paisaje de hermosos matices verdes, amarillos y anaranjados. Los árboles eran tan altos como un rascacielos y denotaban una fuerza casi inmortal. Al menos eso parecía.
La fuerza de los vientos se hizo sentir durante toda la mañana. Fue muy doloroso ver cómo se derrumbaban los gigantes de color verde que decoraban el alrededor de mi hogar. El sonido de sus troncos mientras se fragmentaban resonaba en el aire, mientras mi corazón se agrietaba. El murmullo desolador que producía cada tronco y cada rama al caer al piso cortado en dos, tres y cuatro pedazos, ensordecía y recordaba al sonido de huesos partiéndose. La imagen descolorida y fúnebre que se pintaba frente a nuestros ojos mientras pasaban las horas nadie se la esperaba. Fue devastador. El panorama se asemejaba a u campo de batalla posterior a una guerra.
El 20 de septiembre de 2017 cambió la vida de todos los puertorriqueños, sin excepciones. Algo fue arrebatado de nosotros. Ya Puerto Rico no era el mismo; y quizás nunca más lo será.
Mientras el viento avanzaba, también lo hacía el tiempo. El sol no salió de su escondite, pero sabía que ya era mediodía. Con la imagen de los árboles en el suelo, recordé a mi viejo amigo, el gran árbol de mangó que por tres generaciones vivió en el patio de mi casa.
Mi amigo de la infancia, el que por largos años me brindó sus frutos, comodidad, de su sombra y aire, me había sido arrebatado. Era parte de nuestra familia, como un miembro más que había presenciado momentos inolvidables de mi infancia y juventud. Por años fue anfitrión de grandes aventuras. Cuando niña todos los días me levantaba con la meta de trepar y alcanzar su pico más alto. Desde la cima de aquel palo de mangó, el mundo parecía minúsculo.
El reloj marcó las tres de la tarde y no había indicaciones de que María fuera a bajar la intensidad. El día se tornaba oscuro y el miedo se reflejaba en el rostro de mi familia. Mientras el Huracán desataba su furia, noté cómo la casa temblaba y las ventanas se quejaban por la intensidad de las ráfagas. Solo quería que el día acabara. Cuando miré por la ventana, el árbol de mangó, aún de pie, se veía descolorido.
Mi aliado era inmenso, con un troncos majestuoso, hojas infinitas, ramas que abrazaban el entorno y grietas que marcaban sus años de vida y encarnaban su vejez. Esa mañana del 20 de septiembre, el gran árbol de mangó luchó por aferrarse a la vida y, poco a poco, fue perdiendo la batalla. La tristeza me inundaba mientras oraba para que se mantuviera firme. Por aproximadamente 12 horas peleó con todas sus fuerzas, pero al final del día, se rindió. María lo hizo trizas. Lo quebró, arrancó sus hojas, lo rompió en mil pedazos.
Para muchos solo era un árbol, pero para mí era un amigo más que nada. En él vivían memorias, momentos, risas, felicidad, un lugar de encuentro. Fue mi infancia. En sus ramas cazábamos, dormíamos, compartíamos entre amigos: era nuestro segundo hogar. Ahora, sin embargo, no es más que una mancha negra, intentando mantearse firme con las pocas fuerzas que le quedan. Debatido. Derrotado.
Mi árbol de mangó refleja el espíritu del País. Así como lucía aquel lúgubre desorden de hojas y madera destrozada, lucía el resto de la Isla. Una manta de color marrón lo cubría todo. El sentimiento de pérdida se extendía más allá del hogar.
Han pasado siete meses desde el embate del Huracán, pero el árbol no se ha recuperado del todo. Quizás más adelante vuelva a tener el majestuoso tronco de antes, o tal vez nunca más lo tendrá. La memoria de lo que fue devuelve una nostalgia por lo que hemos perdido y el anhelo de luchar por reconstruir lo que quedó. Retornar a lo que fuimos .