Por: Karyna P. Nieves Escalante – karyna.nieves@upr.edu
Era 14 de octubre de 2017 a eso de las doce del mediodía cuando llegamos al aeropuerto. Tenía un nudo en la garganta porque sabía que lo que se aproximaba no sería nada fácil.
El cien por ciento de la isla a oscuras. El agua “potable” era de cualquier “chorrito” de por ahí. Filas kilométricas en las gasolineras que de una vez eran aprovechadas para encontrar al menos una raya de señal en el celular. El pueblo puertorriqueño ayudando a su propia gente, haciendo lo que se supone que le correspondiera a quienes llaman gobernarnos. Puerto Rico llevaba menos de un mes de haber sido devastado por el Huracán María. Los estragos de esta catástrofe atmosférica apenas comenzaban.
Después de una hora de camino, veo las letras que dicen Aeropuerto Internacional Luis Muñoz Marín. Llegó el día que tanto había sobre pensado entre el calor y el ruido de las plantas eléctricas de aquellas noches posteriores al huracán. Ansiedad y dolor de barriga al pensar que en menos de doce horas mi vida sería distinta, pero a la vez confiada por el plan que mis padres habían establecido.
Luego de haber desmontado todo nuestro equipaje de la guagua, entramos al aeropuerto. De inmediato nos dirigimos hacía el counter de American Airlines. Mi mamá caminaba apresurada unos pasos más adelante que nosotros, de su mano llevaba una cadena verde de la que caminaba a nuestro peludito dorado de cuatro patas: Marley, nuestro adorado Golden Retriever. Yo iba arrastrando mi maleta y sujetando la mano de mi hermanito, que en su espalda cargaba un bulto. Mientras que a nuestro lado estaba nuestro padre cargando la jaula gigante del perro junto a otros bultos.
Al alcanzar a mi mamá, veo su rostro lleno de lágrimas. Los nervios se apoderan de mí, me empiezo a preocupar sin saber lo que está pasando. Marley no pudo irse con nosotros debido a la alta temperatura de la cabina donde viajan los perros. Mi papá se mantuvo firme, aunque en su mirada pude ver su preocupación. Mi madre, estaba tratando de contenerse y no seguir llorando. En este preciso momento, yo estaba dispuesta a quedarme.
Dolorosamente, era hora de proceder al TSA porque se estaba acercando la hora del vuelo. Entre abrazos y llanto le dijimos “hasta luego” a nuestro padre y a Marley. Mi padre, un hombre muy calmado y trabajador, no viajaría con nosotros. Se quedaría trabajando ya que es un servidor del correo, que tenía que mantenerse trabajando debido a la alta demanda de paquetes de alimentos, artículos de primera necesidad y correspondencia. Luego de darle un largo abrazo a mi padre y decirle: “Te amo. Ya mismo nos volveremos a ver”, me agacho para estar al nivel de Marley. Procedo a acariciarle la cara, sus ojitos inocentes me miraron, mientras su cola comenzó a moverse rápidamente de lado a lado. No pude contener el llanto, les di un último abrazo y seguí caminando hacía la fila. No quería mirar hacia atrás porque sabía que verlos alejándose me haría trizas el corazón.
3:20pm y nos encontrábamos abordando el avión cuyo destino era hacía Orlando, Florida. No era el típico vuelo en el que los pasajeros iban sonrientes y emocionados. Era una sensación totalmente distinta: sentimientos a flor de piel, dolor y nostalgia a causa de abandonar el país sin así quererlo. Mientras el avión despegaba, solo se escuchaban sollozos junto a relatos de experiencias vividas durante el huracán y las distintas razones de por qué se dirigían hacía dicho destino. Con lágrimas en mis ojos, traté de prepararme mentalmente para aceptar que 1186 millas me separarían de dos seres que tanto amo. Aún recuerdo lo desgarrador que fue mirar por la ventana cuando volábamos sobre la Isla; el azul de las carpas acaparaba toda la vista de lo que se supone que fuera vegetación y viviendas.
Luego de estar unas tres horas en el avión, llegamos a nuestro destino. Los aplausos al aterrizar el avión no podían faltar. Al bajarnos, mis abuelos maternos nos recibieron con los brazos abiertos en su hogar, aliviados de tenernos cerca y de saber que nos encontrábamos bien. Ya eran dos años y medio sin verlos. Lo primero que hice al llegar fue meterme a bañar con agua caliente. Sentir el agua corriendo por mi piel, fue totalmente terapéutico, placentero y refrescante.
En un abrir y cerrar de ojos llegó la Navidad, pero esta vez sin parrandas, sin la algarabía navideña que acostumbramos a tener los puertorriqueños. Uno que otros inflables de Santa en la parte exterior de las casas, pero para nada sustituía la vibra de las Navidades en Puerto Rico. Eso no impidió que celebráramos la Navidad como siempre hacíamos.
El 30 de diciembre de 2017, a eso de las once de la noche se escucha la puerta principal de la casa. Mi mamá sin ningún tipo de sospecha abre la puerta y se topa con una gran sorpresa: ¡mi papá! A su lado estaba Marley con su colita emocionada y sus orejitas alertas. Esta vez las lágrimas fueron de emoción y felicidad. Ahora sí estábamos completos. Pasamos despedida de año juntos y recibimos el 2018 con mucho entusiasmo. A pesar de dejar la Isla con el corazón en la mano, fue una experiencia que me hizo ver la vida diferente y valorar lo que no tiene precio.
*Foto tomada el 14 de octubre de 2017 en el Aeropuerto Internacional Luis Muñoz Marín