Por: Reuel Torres Vargas (reuel.torres@upr.edu)
La familia de Tinta Digital
Hacía frío, el sol brillaba en la mañana a eso de las 9:00, pero no por eso dejaba de soplar el viento. Éramos ocho: ocho platos, ocho cubiertos, ocho vasos. Sin embargo, cuando se trataba del queso en el desayuno eran siete porque yo no podía comerlo; me causaba alergia, no podía procesar la lactosa. Todo salía bien siempre porque el número del colectivo siempre era par, todo lo que hacíamos era en equipo y nunca hubo uno que trabajara solo. Nuestros días siempre fueron preparados desde temprano: todos desayunábamos juntos o así parecía, ya que siempre había alguien que necesitaba tiempo adicional. Aun así, siempre había espacio para los lentos. Solo habían dos baños: número par de nuevo. Y no todos se bañaban por la mañana, algunos por el frío otros porque ya lo habían hecho la noche anterior y otros pues desconozco su razón. Esto también agilizaba el proceso de avanzar con la agenda del día.
Cuando al fin todos estábamos preparados para ir sobre la marcha- todos menos la que necesitaba tiempo adicional- se escuchaba la voz de nuestra mentora, la profesora Sarah Platt:
-“¿Ya están listos? El Uber llega en diez minutos, vayan terminando”
Esa era la voz que escuchamos perpetuamente durante diez días y que corría por toda la casa y hacía eco en el pasillo que comenzaba desde la puerta principal hasta la última habitación. Era hermosa nuestra casa: tenía seis habitaciones, dos salas, dos jardines interiores, la oficina, aka el lugar donde se producía toda la magia y el espacio donde intentábamos mostrar las habilidades que nuestras madres nos habían enseñado en la cocina. Vivíamos como una familia, pues ya sabíamos qué tarea le correspondía a cada uno y nunca peleamos porque alguien incumplía sus deberes. Así fue que nos transformamos de ser un grupo a ser la familia de Tinta Digital.
Medellín a pie y sobre ruedas
Eran las 11:00 am en Medellín y ya todos estábamos en busca de historias que contar. Nos movíamos en Uber para lugares que quedaban distantes y en taxi a lugares cercanos a la casa. En ocasiones todos estábamos de acuerdo con caminar por las calles de la ciudad para vivir como colombianos. A veces moríamos de miedo, pero vivimos la aventura juntos y como familia nos cuidábamos los unos a los otros.
Recuerdo una vez que íbamos a pie hacia el Festival Gabo. Las direcciones que nos habían dado eran: bajar ocho cuadras, girar a la izquierda, luego a la derecha y llegábamos al Jardín Botánico donde se celebraban los talleres del Festival Gabriel García Márquez (de la Fundación de Nuevo Periodismo Iberoamericano). Mientras bajábamos por Campo Valdés, el barrio donde estábamos alojándonos, observamos talleres de mecánica. ¡Habían cientos y era de esperar, pues la ciudad de Medellín se mueve sobre ruedas! Esto sin mencionar las personas que lavaban sus bicicletas y motoras frente a las puertas de sus casas. Las personas nos miraban con discreción mientras seguían con sus deberes. En alguna ocasión y por protección creamos una palabra clave para anunciar peligro. “Tinta” se debía decir si alguien corría miedo y, de escuchar esa palabra, debíamos caminar más rápido o movernos del sitio todos juntos. Por suerte nunca tuvimos que usarla, pero de igual manera, estábamos siempre alerta.
Fueron muchos los lugares que visitamos estando en Medellín, Colombia. A veces me invadía el sentimiento de ser una cucaracha en baile de gallina, como decimos los boricuas. Éramos tan diferentes físicamente con el entorno que nos rodeaba, pero a la vez tan similares cuando de amor a nuestra patria se refiere. Colombia: un país que no considero seguro, pero sí hermoso y lleno de cultura; su música no era tan diferente a la nuestra, por ejemplo. Se escucha el “bum bum” y la combinación de sonidos computarizados que se hacen llamar reguetón. Cada vez que el chofer ponía alguna canción, cuyo ritmo sonaba algo parecido al “tra tra tra” del perreo, pedíamos que cambiara la música. Todos huíamos de ese género que había perdido su sentido y desafortunadamente es una de las pocas alusiones que se conocen sobre nuestra isla en el exterior. Queríamos vivir como locales y escuchar lo que escucharía un paisa (gentilicio para los colombianos de Medellín).
Entre los lugares que más disfrutamos ir como grupo y donde todos crecimos como familia fue el asentamiento, Bello Oriente. Se trata de una comunidad muy pobre, donde apenas había luz eléctrica, ni servicio de agua potable, tampoco un hospital o clínica médica. Establecimos una alianza con una organización no gubernamental (ONG) llamada World Vision. Estas personas fueron nuestro contacto para llegar a esta comunidad tan necesitada. Allí impartimos una charla sobre liderazgo a 50 niños, jóvenes, voluntarios y líderes comunitarios. ¡Fue todo un éxito!
Durante la tarde que pasamos aquí, me tomé el tiempo de observar cómo mi equipo trabajaba y cómo las clases de la doctora Sarah Platt habían cambiado tanto sus vidas, como la mía propia. Nos despojamos de todo orgullo, vanidad, lujuria y de la vida acomodada que estamos acostumbrados para poner en práctica lo que nuestra profesora nos enseñó a través de Kapuscinski. Le dimos la importancia al otro, recibimos lágrimas, sonrisas y abrazos de niños y adultos que solo necesitan ser escuchados y que desean una Colombia en paz. Estas personas de repente se convirtieron en un espejo de nosotros mismos.
“Aceptamos al Otro aunque sea diferente, y precisamente en esa diferencia, en esa alteridad, residen las riquezas, el valor y el bien. Al mismo tiempo, las diferencias no impiden mi identificación con el Otro ‹ el Otro soy yo›” Kapuscinski (2007).
Crónica de las tres palabras
Mientras observaba y trabajaba junto a mi equipo en aquel salón de World Vision, resaltó a mi vista un niño bastante tímido en el extremo izquierdo del salón. Su nombre era Camilo, estaba solo, no socializaba y siempre se mantenía mirando el pupitre. Parecía como si le era difícil mantener contacto visual con nosotros, o por lo menos conmigo, que lo observaba detenidamente. Me tocaba grabar las reacciones de todos los niños en video, junto a mi compañera Yanicelis Torres y comencé a mirar a Camilo a través del lente.
En un momento dado, no aguanté más y me acerqué a preguntarle:
-«¿Cómo te llamas?
Me contestó sin mirarme a los ojos:
-“Camilo”.
Continuó escribiendo sobre una hoja de papel la respuesta a la pregunta que le habíamos hecho a todo el grupo:
¿Por qué se consideraba líder?
Me presenté ante el niño e insistí en hablar con él.
-¿Cuántos años tienes?, pregunté.
-“Ocho”, me contestó. Me aparté de su lado al ver que la barrera que tenía era difícil de quebrantar; además no quería interrumpirlo, aunque continúe observándolo desde la distancia.
Luego que terminó de escribir, aproveché que ya era incómodo para él continuar con la cabeza inclinada y me acerqué nuevamente, esta vez sin cámara.
-¿Puedo ver lo que escribiste, Camilo?
Por primera vez tuvimos contacto visual. Mirar a estos niños a los ojos era como mirar toda su historia escrita con sangre en el corazón. No me contestó verbalmente, sino que solo movió su cabeza afirmado un sí. Su letra era difícil de entender, pero no tenía prisa. Acerqué un pupitre y me senté junto a él. Nunca dejé que hubiera silencio. Debajo de su oración había un dibujo: un hombre, un niño y dos animales que asumo debían ser perros.
Comencé a leer en voz alta lo que había escrito:
“Me considero un líder porque soy un hombre de paz. No me gusta el maltrato a los niños ni a los animales”.
Cuando finalicé la oración, me quedé sin palabras. No sabía qué decir; solo pensaba: ¿por qué un niño de tan solo ocho años piensa en el maltrato? Resalté su dibujo y lo felicité por lo que había escrito. No sé si fue la emoción la razón por la cual ya Camilo se sentía en confianza. Al terminar de elogiarlo, me miró fijamente y sonrió diciendo con un gracias entre dientes. En ese momento acababa la dinámica y comenzaba el taller.
Mi cuerpo estaba en la actividad junto a mi equipo de Tinta Digital, pero en mi mente solo permanecía el dibujo y las palabras de Camilo. Pensaba en qué significado podría dársele al dibujo. Quedé impresionado, no entendía cómo siendo tan pequeño se dibujaba y expresaba con poder de convicción. Era su deber defender a ese niño que había dibujado y a esos animales que los acompañaban.
Al terminar el taller después de haber cantado con todos los niños y jóvenes presentes, les entregamos un pequeño detalle para que nos recordaran: una chapita de Tinta Digital para que recordaran sonreir cada vez que la vieran. Nos tomamos fotos e interactuamos con los talleristas y decidí en un momento buscar a Camilo por última vez. Sin embargo, ya no estaba. Me distraje en mis deberes como fotógrafo y había perdido contacto visual con él. Ya no estaba en su asiento, tampoco lo veía en salón. Me entristeció no poder despedirme del niño que con tan solo tres palabras, había cambiado mi vida para siempre.