Por: Kathya S. Cabán Acevedo (kathya.caban1@upr.edu)
Eran las nueve de la mañana cuando me disponía a tomar un examen de Paternidad Responsable. Un examen el cual no puedo recordar. Lo que tengo claro era lo poco que me importaba si lo pasaba o no. Parecía un día normal, el bullicio de los estudiantes repasando minutos antes de comenzar la clase era tal como si su vida dependiera de ello. Mientras observaba esa escena, pensaba en lo efímera y frágil que es la vida. En ese momento de viaje meditacional recibí un mensaje del director de mi escuela, el señor Vázquez. Al dirigirme a su oficina, el primer rostro con el que me topé es el de Julio Hernández, mi padrastro.
Sin cruzar palabra solo con ver el semblante de su cara pálida como la nieve, afligido y con un taco en la garganta que le impedía hablar, comprendí que había llegado ese momento que tanto temía, que tanto me rehusaba a aceptar. Mamá, como le llamaba a mi abuela, había fallecido. En ese instante, rompí en llanto. Me sentía el ser mas triste y desamparado del planeta. Mis manos comenzaron a temblar por sí solas. Era imposible controlarlas. De pronto, un océano de lagrimas empezaron a brotar de mis ojos pues me acordó a mi abuela. A ella le temblaban a causa del Parkinson que padecía.
En un santiamén nos montamos en el vehículo rumbo a casa de mi abuela. El camino habitual de 30 minutos parecía una eternidad. Sentía que nunca iba a poder llegar. Mientras me acercaba cada vez más al hogar donde me crié los recuerdos me invadían. Como cuando de pequeña me llevaba al colmadito de la esquina a comprar dulces o cuando intentaba enseñarme a tejer, cosa que nunca aprendí. Cuando al fin llegamos, todos mis tíos se encontraban en el balcón, y una ambulancia acababa de llegar. En sus rostros se veía reflejado una profunda tristeza. Como si un pedazo sí se hubiera ido junto con ella. Tenían los ojos llorosos e hinchados y las narices rojas de tanto llorar. Recuerdo no haber saludado a nadie y llegar corriendo directamente a su habitación. A aquel cuarto semejante al de un hospital lleno de cables y aparatos extraños que no parecía al de ella. Me planté frente a su cama, comencé a llamarla, pero no respondía. Quería que abriera los ojos, me mirara y dijera “Katuria, Dios te bendiga y te acompañe”, como siempre decía. Pero nunca pasó.
No podía comprender como ella me había abandonado de ese modo tan cruel, sin importarle mi sufrir. El ser humano es la criatura más egoísta que existe. La mayoría de las veces pensando solo en sí mismo; en su sentir, en su dolor, pero y el sufrimiento de los demás qué. Sabía que era tiempo de partir. Que ahora estaba mejor, sin enfermedades, dolores ni decepciones. En paz. Pero, no dejaba de pensar en todas esas cosas nos faltaron por vivir: mi graduación de cuarto año, conocer a mi pareja o asistir a mi boda… son cosas que toda niña mimada por sus abuelos sueña realizar, y que de un momento a otro se esfumaron como palabras al viento.
Lo más difícil de este proceso fue la despedida final. Esa que rogaba no llegara, aferrándome a que todo hubiese sido más que una vil pesadilla, y que al día siguiente tendría a mi abuela de frente diciéndole cuanto la amo. Trataba de ser fuerte sobre todo por Mami. Si yo me estaba muriendo por dentro no podía imaginar lo que vivía ella. Todas estas emociones de tristeza, dolor y negación afloraron aún más al ver el ataúd bajar lentamente llevándosela hasta la que sería su última morada. Una fecha imposible de olvidar. Ese maldito 15 de octubre de 2014 lo llevo clavado en el pecho como el peor día que he vivido nunca.