Por: Yavián Maldonado Colón (yavian.maldonado@upr.edu)
A mediados del verano del 2020, específicamente durante el caluroso mes de julio, mis amigos más cercanos y yo decidimos irnos para el oeste de Puerto Rico y quedarnos en un Airbnb seguro y que tomase todas las medidas de prevención contra el COVID-19. Jamás nos imaginábamos que el plan se iba a convertir en, nada más y nada menos que, una gran estafa.
La noche del 6 de julio, mi cumpleaños, busqué apartamentos cerca de las playas de Rincón desde mi aplicación de Airbnb. Mientras deslizaba la página de internet, me fijé en un apartamento que costaba $99 dólares la noche y las fotos del lugar parecían como si se tratase del lujoso Palacio de Buckingham. Camas finas, baños de lujo, un balcón con sillas y vista al mar y hasta un espacio con televisor y Playstation. Mis amigos y yo estábamos encantados con el lugar, ya que se veía muy acogedor y era lo que teníamos en mente para vivir como reyes por los próximos dos días. «Perfect place» y «Recomendado 100%» fueron algunos de los reviews que leí. “Es un paraíso”, pensé y acto seguido, reservé. El dueño, muy atento desde nuestra llegada, nos contestó en cinco minutos y nos dio las directrices para hacer uso de las facilidades de lo que parecía ser una suite presidencial. Contesté al mensaje y me fui a dormir.
En la mañana del 7 de julio, a eso de las 8:30 a.m., me levanté e hice una maleta enorme que parecía que iba a estar un mes de excursión, en vez de tres días. Salí de mi casa a las 10:45 a.m. con un calor que las gotas de sudor derramaban el bloqueador solar que me había aplicado en el rostro minutos antes. Luego fui a buscar a mis tres amigos a sus hogares para irnos a Rincón. Se supone que saliera a las 10:00 a.m., pero mi nombre es Yavián por lo que en algún lugar del mundo mi cognomento es “el hombre lento”. Justo a las 11:30, partimos para Rincón. Mientras conducía por las ciudades del noroeste, se nubló el paisaje, pero en cuanto bajamos la cuesta de Guajataca en Quebradillas, vimos el azul de cielo y el mar conectar a lo largo de lo que nuestra vista era capaz de ver. De ahí en adelante nunca más vimos nubes por el resto de nuestras vacaciones.
Arribamos a Rincón a las 3:00 de la tarde, después de hacer una parada para almorzar. Teníamos en mente la dirección, pero no confíabamos en nuestros dotes aventureros, por lo que acudimos al GPS para tener certeza. En cuanto nos dio la dirección, procedí a seguir las directrices. “Doble a la derecha y suba la cuesta” dijo el aparato. Subí la cuesta boscosa que carecía de mucha iluminación solar. Tenía aspecto de que pocas personas transitaban a diario por allí. Mientras seguía, seguía y seguía subiendo cuestas, cada vez veía el mar azul más lejos. Confieso que me asusté porque según la reservación, el apartamento quedaba a orillas de la playa y que yo sepa no había nada que dijera que yo iba a llegar a la orilla a través de un zipline.
Le comento a mi amiga Joan, quien llevaba el GPS, que verificara si íbamos bien porque la cuesta boscosa había terminado y nos ubicábamos en una calle extraña. Realmente si nos mataban o secuestraban allí nos encontraban por la peste, como decimos en el campo. Viramos en aquella carretera solitaria y bajamos la cuesta a una velocidad que ni el Rayo McQueen de Cars nos alcanzaba.
Se hicieron las 3:30 y el dueño del apartamento nos llama y nos dice: “¿Están cerca?” y yo: “Eh, sí y no, estamos perdidos.” Nos guió hasta el lugar por llamada y mientras nos aproximábamos al supuesto Palacio de Buckingham, comenzamos a observar las enormes diferencias entre la realidad y las fotos. La calle del lugar parecía reflejar la crítica situación económica del país. Nos estacionamos y bajamos del auto. Justo a las 4:00 p.m. entramos a aquel lugar y tan pronto doy mi primer paso, “shas” un charco de agua salía del fregadero. Abrí mis ojos y el dueño se dio cuenta de mi reacción y dijo: “No se preocupen, bota agua, pero es poca.”
A las 4:20 p.m., luego de un pequeño tour por las facilidades y el grato recibimiento del dueño, nos quedamos solos allí y verificamos el apartamento. De pronto mi amigo Carlos fue al baño y abrió la llave del lavamanos, cuando de repente, saltó un sonido. “Buuuuumm, traca, traca”. Aquella llave parecía la bocina de un camión a todo volumen. Nos reímos a carcajadas porque ya no sabíamos cómo más reaccionar ante lo surreal del asunto.
Me trepé a mi litera, ya que me tocó arriba, y cuando me deslicé en aquellas sábanas azules que cubrían el mattress, un «diantre perdí 3 costillas«, salió de mi boca. Dos “esprines” me punzaron. Mi amiga Brenda, quien es muy sincera, buscó en su celular las fotos publicadas. “Miren, ¿dónde está el Playstation, el balcón bueno, las cortinas que tapan la claridad. ¿Dónde está todo eso? Me siento engañada”, dijo riendo pero seria.
A las 9:00 p.m. encendimos el aire para que enfríara aquel caluroso apartamento y mientras pasaban los minutos, aumentaba el calor. Tuvimos que dormir sudados las próximas dos noches porque el aire nunca, nunca pero nunca enfrió. Los cuatro amigos parecíamos un snicker derretido dentro de un carro a las 12 del medio día bajo el sol del Caribe. Nada parecía como en las fotos.
En mi memoria y olfato quedará para siempre el mal olor de los gabinetes y la mala vibra en general que presenciamos. No todo lo que es oro brilla, dicen. Esta es una de muchas historias de puertorriqueños que se han alojado en un Airbnb en nuestra Isla del Encanto y terminan viviendo experiencias desagradables, engañosas, a altos precios y con sabor a estafa.