Por: Andrea G. Santiago Torres (andrea.santiago30@upr.edu)
Un problema no es un problema hasta que te afecta. No es real hasta que de pronto, así como de sopetón, toca tu puerta y no queda más remedio que enfrentarlo. Con la simple lectura del titular “Se cae por un risco camión blindado en carretera de Adjuntas a Utuado” fue suficiente para comprender, dentro de lo poco que tenía sentido en ese momento, que mi padre tendría que visitar aquel terrible lugar. Aquel terrible lugar que por meses largos había sido motivo de discusiones y protestas. Aquel terrible lugar donde apenas había personal disponible para atender a sus pacientes. Aquel terrible lugar que llaman el hospital.
Afortunadamente, durante mi vida no he tenido que visitar muchos hospitales, así que mi prejuicio solo se basaba en experiencias ajenas, pero no era para menos. Luces ligeramente parpadeantes, un televisor demasiado pequeño con programación local y sillas que han visto mejores días adornaban aquella fría sala de espera. Como si fuera poco, la hediondez que emanaba del baño de la esquina solo demostraba que el personal médico no es el único que hace falta en los hospitales.
El ambiente era pesado. La incertidumbre de todos los que allí esperábamos por noticias o a ser atendidos acaparaba la sala. Tal y como quien llena demasiado de aire un globo, la tensión explotó. Por un lado, un hombre delgado de unos 40 años se levantó de su asiento y reclamó a la joven secretaria que ya era hora de ser atendido y, por el otro, un hombre mayor entró quejándose muy fuerte de dolor y se desplomó en el suelo. Allí, en la entrada, permaneció unos minutos antes de que se lo llevaran adentro. ¿El pequeño charco de sangre que dejó en el piso? No lo limpiaron, solo le pusieron unas mascarillas encima y ya. Un problema más resuelto.
…
Era mi turno ahora para ver a mi padre. Había personas en camillas, otros recostados en las paredes y unos sentados en el piso de ese lúgubre pasillo, como todos, esperando pero ni un solo médico. Los 5,000 que se han ido en los últimos diez años están empezando a hacer falta. Sentado sobre una mesa divisé al compañero de trabajo de mi papá, quien también había sufrido el accidente. Me acerqué y le pregunté “¿Dónde está mi papá?” Todavía en shock y con indudable dolor en el cuerpo, me ofreció una mirada llena de confusión -no nos conocíamos, pero sabía de quien hablaba- e instruyó a su hijo a que me llevara al cubículo entre cortinas donde estaba mi padre.
Allí se encontraba: todavía con su uniforme de trabajo, ahora lleno de fango y en algunas áreas rasgado; una cuellera visiblemente incómoda, su brazo izquierdo vendado y la pierna de ese mismo lado apenas puesta en su lugar. Sorprendentemente, no tenía ni un solo rasguño en la cara y se encontraba estable. Relataba, por como debía ser la séptima vez, cómo fue el accidente y lo desesperado que estaba por salir de este hospital y ser trasladado a Centro Médico para recibir mejor atención médica porque estaba claro que debía ser operado. A la medianoche, lo trasladaron.
…
Descubrí que nosotros, los puertorriqueños, tenemos la falsa creencia de que en el principal hospital de Puerto Rico, Centro Médico, los servicios que se ofrecen son más rápidos y con mayor cuidado. Lamentablemente, no es así.
En los húmedos pasillos que dirigen a la sala de traumas se pueden observar gatos callejeros y uno que otro deambulante que pide dinero. Grupos de familias esperan de pie frente a las puertas de la sala en la espera de ver a sus seres queridos; uno a la vez solamente. Algunos, con más experiencia, ya traen sus sillas de playa y meriendas para hacer más llevadera la espera.
A diferencia del primer hospital, en Centro Médico no había personas en camillas en los pasillos dentro de la sala de traumas, pero la impresión que no se tiene cuando se camina por allí, se tiene una vez se llega a visitar al ser amado de uno. El cuarto rectangular contiene unos trece cubículos a ambos lados que alojan a dos pacientes cada uno. Aquel día estaban repletos. Algunas personas estaban durmiendo, otros conversaban con sus familiares y otros se quejaban a viva voz de dolor, hambre o incomodidad.
En esa vecindad, como ahora nos referimos mi familia y yo a ese grupo de gente, algunas personas vivían tiempo previo a la llegada de mi padre. Un hombre joven llevaba tres meses en esa sala ya que su familia lo había abandonado, un adulto mayor llevaba dos meses en la misma situación. Otros, incluyendo a mi papá quien todavía estaba en las mismas condiciones que en el otro hospital, simplemente llevaban días en la espera de ser evaluados definitivamente por un médico. Por eso, como un niño desesperado por llegar a un destino, preguntábamos a todas horas si ya lo habían atendido.
Finalmente, a cuatro días del accidente y luego de un intento fallido de operación por falta de personal, tuvo su primera intervención quirúrgica. Al día siguiente, la próxima.
Es por la falta de personal, éxodo de médicos y problemas económicos que el sistema de salud de Estados Unidos, incluyendo a Puerto Rico por supuesto, se encuentra en el último lugar en rendimiento entre los once principales países desarrollados del mundo.
Tiempo después de este suceso, el panorama en los hospitales públicos y privados de la Isla sigue siendo el mismo. Algunos pacientes, quienes tienen familiares muy atentos o que trabajan en el sector médico, logran sobrevivir al sistema de salud de Puerto Rico, los que no tienen la misma suerte no.