Ocho de Noviembre, siete de la mañana, yo con mis cuatro horas de sueño, y mi mente solamente pensando en que mañana tengo un viaje a Argentina. Lucho con mi sábana para que me deje escapar y asistir a la investigación de campo que empezaba en apenas una hora. Mi casa queda a 40 minutos, así que ya iba tarde. Preparé mi bulto con unas meriendas, un sándwich de mezcla entre pecho y espalda y salí a una velocidad moderada, para que las palabras de mi abuela no me retumbaran en la cabeza en el camino.
Tras un par de tapones y dos o tres curvas llegué al destino de la investigación de campo, Barrio Islote, justo al lado de la icónica Cueva del Indio. Salí corriendo del carro ya que iba unos 20 minutos tarde, y mientras me adentraba a la playa, podía escuchar la algarabía y el correteo de un grupo de niños pertenecientes a la escuela Angélica Gómez, la única activa en el barrio, que participarían de esta iniciativa, el proyecto de Resiliencia Isleña, del observatorio de investigacion social de la UPR de Arecibo
Al llegar, mis ojos no podían creer lo que veían. Una joya escondida a menos de una hora de mi casa. “¿Y la gente sabe de esta joya escondida? ¿Esto es Puerto Rico?”, eran los dos pensamientos que irrumpían mi cabeza, y es que, a un día de mi viaje a Argentina, ya me sentía fuera del país.
La profesora Platt nos propuso darnos una escapada hacia unas rocas que llevaban a la Cueva del Indio. La idea de explorar un lugar “secreto” despertó mi curiosidad al instante. Mientras subíamos el rocoso pico, las olas chocaban con fuerza, y sentí un respeto profundo por la naturaleza que nos rodeaba. Al llegar, me encontré cara a cara con los petroglifos en las paredes de la cueva, mi primera vez observando uno. Rápidamente, se convirtió en un juego con mis compañeros: identificar cuáles eran auténticos y cuáles eran obra de mano criminal.
Lo que no sabía era que esta experiencia de misterio y descubrimiento me seguiría incluso cuando cambiara de escenario.
Al día siguiente, todo parecía ir bien. Me monté en el avión de Puerto Rico a Colombia alrededor de la una de la tarde. Llegué a las cuatro, con apenas 45 minutos para hacer mi conexión hacia Argentina. No imaginé que tendría que pasar por TSA otra vez, un contratiempo que me dejó molesto y confundido.
Con el reloj corriendo, salí disparado hacia el gate, con pausas forzadas para recuperar el aliento. Llegué en la última llamada, justo antes de que cerraran las puertas de embarque, pero al buscar mi pasaporte, no lo encontré.
Ahí supe que había perdido el vuelo.
Luego de por lo menos una hora de lloradera y descanso físico y emocional, fui a los objetos perdidos de Aduana, donde al abrir el estante de objetos, ví un pasaporte azul oscuro, ironicamente brillando entre tantas llaves y objetos metalicos.
Era mi pasaporte y luego de tantas horas de estrés, logré al menos unos minutos de alivio.
Tras encontrar el pasaporte, me dirigí a cambiar el boleto, frustrado y agotado. Fue en ese momento cuando un hombre me dirigió la palabra:
—¿De qué parte de Puerto Rico eres?
—De Lares —respondí con cierta desgana.
—Yo viví en Arecibo, en Islote, para ser exactos —dijo con una sonrisa.
La sorpresa me sacudió. Apenas ayer había estado ahí, explorando su playa y su cueva. Cuando mencioné mi visita, el hombre, con una naturalidad pasmosa, empezó a contarme sobre el pasadizo “secreto” que creía ser un hallazgo exclusivo.
No podía creerlo. A miles de millas de distancia, en medio de un caos aeroportuario, un extraño validaba lo que hasta entonces había sentido como un descubrimiento personal.
Nos despedimos poco después, y aunque me llevé un nuevo boleto a Argentina, lo que realmente cargué conmigo fue el asombro de aquella conexión inesperada, como si el universo se hubiese propuesto recordarme que los secretos no siempre son tan secretos.