A eso de las 7:45 de la mañana, en barrio Islote, Arecibo, me encontré frente a un letrero azul titulado “Reserva Natural y Marina Cueva de Indio”, acompañado por un zafacón blanco y un camino de arena, o mejor dicho, un atajo, que había sido hecho por las pisadas de cientos de personas. El silencio del lugar y la calle desierta hacían que, a simple vista, no se viera nada impresionante.
Luego de esperar unos minutos a que algunos de mis compañeros de clase de Géneros Periodísticos llegaran, emprendimos camino por allí.
Al pasar por la vereda, rodeada de ramas de uvas playeras, me encontré con un paseo de madera que conducía a una pequeña playa que, según el cartel que se encontraba al lado derecho, está bajo el Proyecto de Restauración Ecológica de Dunas de la Universidad de Puerto Rico en Aguadilla.
El salitre, un olor fresco y mineral, impregnaba la playa Posa Matos. Las partículas que desprendía el mar y sus olas hacían que en el paisaje se viera una fina capa que se extendía a todo mi alrededor.
En ese momento del día, las nubes del cielo se veían blancas, mientras que las del horizonte teñían de un color dorado. Parecía que allá, en las alturas, todo estaba estático, pero frente a mí, la marea mostraba un espectáculo.
Desde las corrientes del océano Atlántico hasta la orilla del mar, las olas de la bravata se alzaban con fuerza, causando una sensación de peligro. Chocaban con ímpetu contra las piedras que se extendían alrededor de la playa. La altura y el vigor se sentía hasta el cielo, sobrepasando la altura de las mismas piedras. El retumbar fuerte y constante de las olas y el pasar del viento, llenaba el ambiente de gran fuerza.
No podía creer lo que estaba frente a mis ojos. A tan solo pasos de aquel letrero aburrido, estaba la manifestación de la naturaleza en todo su esplendor. No era una película o un lugar lejano en el mundo, era en Arecibo, a tan solo horas de mi casa.
Después de esperar unos minutos, llegaron los estudiantes de octavo grado de la escuela Angélica Gómez de Betancourt, quienes estaban en una gira escolar, junto a la Dra. Hildamar Vilá, el Dr. Pablo Llerandi y la Dra. Natasha Sagardía, quienes dirigen el Proyecto de Resiliencia Isleña: Herencia Cultural y Empoderamiento Comunitario en Islote, Arecibo.
Vilá es la directora del Observatorio de Investigación Social de la Universidad de Puerto Rico en Arecibo (UPRA) y escritora de la propuesta del proyecto, mientras que Llernadi es geólogo y Sagardía, una de las fundadoras de la Fundación Luciérnagas.
Acompañados por un perro “sato” marrón y crema, que parecía conocer el lugar más que cualquiera de todos nosotros, la profesora Sarah Platt y mis compañeros emprendimos camino hacia la Cueva del Indio. Creía que, hasta ese momento, había visto lo más alucinante del lugar.
La arena de la playa, fina y dorada, dificultaba el paso, pero mientras nos acercábamos a las piedras, se tornaba más compacta, provocando que el camino fuera más ligero.
Al llegar a las rocas puntiagudas, enfoqué toda mi atención en cada paso que daba. Al subir unos cuantos pies de altura, evitando resbalones y procurando pisar firme, subí la mirada para ver el paisaje.
Formados por la erosión del mar, me encontraba en uno de los Siete Arcos que se extendían delante de mí y por toda la costa. Las rocas gigantes de piedra caliza formaban acantilados gigantes, en los cuales, en la parte inferior, las olas del mar abierto chocaban con fuerza.
Ahí estaba una parte de la Cueva del Indio, una roca formidable que se conecta desde el terreno que se extiende por el aire hasta la marea salvaje, como un puente, frente al cielo brillante. Llegó a mi mente el Salmo 19:1, que dice “El cielo anuncia la gloria de Dios, Y el firmamento anuncia la obra de Tus manos”.
Continuamos caminando, pasamos por un camino rodeado de cactus y de árboles de uvas playeras y bajamos unas escaleritas de piedra hasta llegar a la Cueva. Me frustró un poco saber que las fotos que tiraba para documentar esta crónica no hacían justicia a lo que mis ojos veían.
Al llegar, divisé petroglifos taínos que decoraban las paredes rocosas. Me quedé atónita al saber que aquí, hace cientos de años atrás, o hasta miles, estuvieron taínos que viajaron a este lugar a hacer rituales religiosos, pues no es lo mismo escucharlo en la escuela que verlo con mis propios ojos.
Había símbolos de soles, caracoles, bebés y otros petroglifos taínos que, con el paso del tiempo y la sombra de la cueva, no me permitían ver claramente. A pesar de eso, se conservaba una conexión profunda con la historia de Puerto Rico, pues es el lugar con más petroglifos en Puerto Rico y el Caribe.
Me pregunté cómo era posible que este maravillosa reserva natural fuera desconocida para muchos puertorriqueños y haya sido privatizado, pues como explicó la Dra.Vilá, “los recursos naturales son un legado, una herencia que tenemos todos los seres humanos [con] pleno derecho a poder disfrutar y a valorar para poder seguir creciendo”.
De hecho, ese es el propósito del Proyecto de Resiliencia Isleña: contemplar cómo el campo académico de las Humanidades, mediante la resiliencia cultural y comunitaria, se puede utilizar para dar a conocer el patrimonio cultural de Islote y, en consecuencia, prevenir los efectos del cambio climático.
“Para desarrollar y fortalecer la resiliencia cultural tenemos que conocer nuestros recursos naturales y culturales”, expresó Vilá, en cuanto a los estudiantes que se encontraban de gira.
La escuela Angélica Gómez de Batancourt, que participa de una investigación colaborativa junto con la directiva del proyecto, se encuentra en la primera fase, que consiste en participar en viajes de campo, para que los estudiantes conozcan su comunidad.
Adscritos a la Agenda 2030 de la Organización de Naciones Unidas (ONU) y la National Endowment for the Humanities, el fin del Proyecto, es “desarrollar un comité de resiliencia comunitaria”, explicó Vilá.
Por otra parte, el reto principal ha sido la cuestión administrativa de la Universidad, al manejar los fondos del proyecto. “Hemos tenido necesidad de unos materiales que no han llegado a tiempo, [que] están llegando poco a poco, pero no en el momento en el que pensábamos que los íbamos a tener”, según Llerandi.
El geólogo explicó que la falta de acceso libre a la zona de playa Poza Matos y la Cueva del Indio, puede segregar a la comunidad que visita el lugar, pero no tiene el dinero, contra aquellos que sí pueden pagar.
Mientras estaba en uno de Los Siete Arcos, precisamente el segundo, por encima de la Cueva, divisé La Estatua de Colón que se encontraba a lo lejos y que, a la distancia, se veía pequeña.
En La Cueva del Indio, a través de sus petroglifos, distingo vestigios de la resistencia cultural de nuestros antepasados taínos, mientras que en la Estatua pude ver el inicio de una expansión colonial que inició en el 1492 y que intentaría borrar nuestra historia.
En fin, al tener tanta cercanía, la Cueva de Indio y la Estatua de Colón, me permitieron entender de forma simbólica el contraste cultural e histórico de Puerto Rico, mi isla.