Siempre es una ilusión planificar las vacaciones. La parte más complicada es seguramente empacar y decidir cuáles son los outfits perfectos para cada ocasión. La espera en los aviones es otro asunto que me desespera, pues se me hace eterna por la ansiedad de querer llegar. Killeen en el estado de Texas era mi destino final. Iba llena de nervios, pues él no sabía que después de dos años en la distancia y casi cinco de relación, por fin llegaría a celebrar el día del padre junto a él.
Tras un viaje de seis horas y una escala en Newark, finalmente aterricé. Solo nos miramos. No sé para él, pero para mí se paralizó el escenario. En cuanto lo miré a los ojos fijamente, volví a sentir ese calor cuando me abrazó y el olor de su piel. Habían pasado seis meses desde la última vez que compartimos, pero créanme, que han sido los seis meses más largos y llenos de historias que contar.
Luego de una semana repleta de risas, lágrimas, recuerdos, sorpresas y alitas picantes, llegó el momento de regresar a casa. Me dirijo a empacar; definitivamente lo más que detesto. La maleta de repente se convierte en jugar al Tetris con las cosas que ya traías y las nuevas que compraste. Sin embargo, por más odiosa que sea la empacada, para mí la despedida es la parte más odiosa: siempre comienzo a llorar desde la noche anterior.
Esta vez era diferente, pues no era él quien se despedía, sino yo la que por primera vez me montaba en un avión para irme lejos. Estaba dejando parte de mi corazón al otro lado del charco, como decimos por ahí. Recuerdo que fueron las horas más largas, pues desde que él se fue en su auto azul no paraba de llorar. Todos a mi alrededor me miraban con ojos de pena. Lagrimones que dan para un océano y abrazos que marcan el fin de otro capítulo más en nuestra historia.
Mientras me despedía y lloraba en el aeropuerto de Austin, el presidente de los Estados Unidos, Donald Trump, aterrizaba con su avión Air Force One en el aeropuerto de Miami- donde se supone que sería mi conexión antes de llegar a Puerto Rico. Ya había enviado mi maleta y me quedé haciendo mis últimas compras. De momento se escuchó el siguiente anuncio:
-«A todos los pasajeros de American Airlines con destino a San Juan, favor de acercarse al counter más cercano para re-ubicación de vuelo.”
Sí, efectivamente había perdido mi conexión y me había quedado sola en el aeropuerto de Austin con mi hijo, gracias a Trump. Todos los vuelos a Miami habían sido cancelados. Eran solo dos mis opciones: o quedarme a dormir en el aeropuerto de Austin hasta el otro día a las 5:00 de la mañana, o viajar a Miami, quedarme en el hotel que me ofrecía la aerolínea y viajar en la mañana a las 7:00 a San Juan. Comenzaron a temblarme las piernas del miedo, llamé a mi novio y ya estaba a una hora del aeropuerto. Faltaban 12 horas para tomar mi nuevo vuelo a San Juan o 30 minutos para tomar el vuelo y dormir en Miami. Como no sabía qué hacer, me monté en el avión muerta de miedo sin dejar de decir que iba hecha todo una Magdalena.
Llegamos a Miami, todo un caos y las aerolíneas tenían la misma odisea: los hoteles llenos y la gente desesperada por llegar a su destino final. Mi cena después de un día tan largo fue una pizza margarita en flat bread del hotel a la medianoche junto a mi hijo.
Dejé el televisor y la luz encendida, por eso de no quedarme dormida y perder el vuelo y así como una premonición, pasó lo que más me temía: me quede profundamente dormida. Era como si hubiese estado muerta: 36 llamadas perdidas de mis papás, dos del front desk, en dos ocasiones me fueron a llamar a la puerta y tampoco. Ya me imaginaba la histeria de mi madre desde Puerto Rico.
Cuando por fin despierto, ya eran las 5:00 de la mañana y mi vuelo salía a las 7:20. Me desperté con el corazón en la boca. Era momento de comenzar a correr. Me vestí, preparé a mi niño y bajé a tomar la guagua que me llevaría al aeropuerto.
Ya en el avión otra vez en la primera fila y ya mis piernas no daban para más. El caos no terminaba ahí. El piloto comienza a dar el anuncio de que estaban haciendo las últimas verificaciones para salir. En la tercera ocasión que escucho su voz, el piloto dice:
-«Lamentamos los inconvenientes, pero este avión está sufriendo desperfectos mecánicos. Hay un derrame de agua en la parte baja del avión cerca de las baterías. Vamos a tener que desalojar el avión y esperar a que se nos asigne un nuevo terminal».
¡No podía ser! Tenía los pies ya en Puerto Rico y me los querían sacar. Arrepentida porque sabía que debía haberme quedado en Austin un día más. Corrí sin parar al terminal E 11, donde estaría esperando mi nuevo vuelo. Esta vez sin ilusión ninguna, pues había tenido tan malas experiencias que ya ni sabía qué quería hacer.
Comenzamos a abordar y ya en mi asiento le digo a Misaías (mi niño): «Mi amor no te preocupes, we’re almost there». No había sentido tanta felicidad hasta que vi ese avión moverse y despegar de Miami, habían pasado 12 horas desde que se suponía que llegara a Puerto Rico. De inmediato me quedé dormida para que las horas pasaran rápido. Aterrizamos y solo corrí hacia mis papas sin ni siquiera importarme el equipaje.
El calor de mi isla me arropó. Quise besar el suelo como el Papa. Por fin había terminado aquella odisea. Estábamos a salvo. Habíamos llegado a casa.