A las seis de la mañana me despierto y siento el frío invadir mi cuerpo; es ahí cuando me percato que la ventana estuvo toda la noche abierta y que la brisa de la madrugada no solo recorrió mi apartamento, sino que me inundó de viejos recuerdos de mis días en el campo.
En comparación al pueblo, recuerdo lo tranquilas que solían ser las madrugadas allí. Los gallos cantando, el olor del café mañanero, los agricultores recorriendo las carreteras en sus viejos vehículos de carga, las sirenas de los autobuses escolares… Esas son las pequeñas cosas que solo se extrañan cuando no se sienten. A veces me pregunto si realmente valió la pena mudarnos al pueblo. Todavía se me hace difícil acostumbrarme a esta nueva vida. Todo es tan diferente aquí. El movimiento en las mañanas es ruidoso y notorio. Desde las cinco de la mañana las personas salen de sus apartamentos para ir a trabajar o se movilizan para ayudar a sus hijos a arreglarse para llevarlos a la escuela, que ahora solo queda a cinco minutos de mi residencia.
No todo es malo aquí. Vivir en el pueblo tiene sus ventajas, como tener cerca restaurantes, locales de comida rápida, farmacias y tiendas departamentales, o tener vecinos a quienes acudir cruzando el pasillo. Pero, a pesar de todas esas ventajas, no siento que este sea mi hogar. Aquí la vida va tan rápida y tan a prisa que muchas veces no siento que sea vida. Todo es un ciclo rutinario donde todo se repite y se repite… Ni siquiera me acostumbro a este nuevo apartamento. Cuenta con una gran ventana, cuya única vista son los apartamentos delanteros. Todos son iguales al nuestro, una arquitectura antigua con colores sin vida. Esa es la mejor forma en que puedo describir lo monótonos y sencillos que son.
—Aquí es mejor, ya te acostumbrarás —decía mi madre al verme llorar el día que llegamos a nuestro nuevo hogar.
No quería dejar nuestra antigua residencia. Todos mis mejores recuerdos estaban ahí: mi infancia, mi adolescencia, en fin, una parte de mi.
—Vamos a crear recuerdos nuevos —solía recalcar mi madre—. Te vas a acostumbrar rápido, ya verás.
Tenía quince años y mi hermano, trece. Él también estaba triste, pero emocionado. Podía ver en sus ojos color miel esa esperanza de que nos iría mucho mejor en el pueblo. Quizá porque casi todas sus amistades estaban ahí, o simplemente le agradaba la idea de un cambio. Fuera lo que fuera, yo no compartía su emoción. Mientras que para él, esto era como adentrarse en una nueva aventura donde la vida sería mucho más emocionante, para mí era todo lo opuesto. Esta nueva etapa vendría con muchos cambios y, por consiguiente, una infinidades de frustraciones.
Ver mi antigua recámara desmueblada, sin mi cama, sin armario y, en general sin vida, fue una imagen descorazonadora. Era difícil imaginar que tenía que dejar la casa que me vio nacer y crecer. Fue allí donde di mis primeros pasos, donde celebré casi todos mis cumpleaños, Acción de Gracias y Navidades. ¿Qué de atractivo tenía vivir en el pueblo? Vivir en el campo era tranquilo y privado; siempre estábamos rodeados de personas que conocíamos y en quienes podíamos confiar. La comunidad en el campo es pequeña, sin embargo, las personas además de humildes tienden a ser acogedoras: cualidades que no veo mucho en el pueblo.
Logramos realizar casi toda la mudanza en un día, en gran parte gracias al apoyo de mi tío, quien contaba con un vehículo de carga color blanco y de doble cabina. Además, nuestra antigua residencia era bastante pequeña, por lo que solo las camas y mesas dificultaron el transporte. Una vez transportadas todas nuestras pertenencias, nos montamos en el auto de mi madre, dejando atrás nuestro pasado en busca de un futuro más favorable, o al menos eso pensaba mi madre.
Muchas veces trataba de imaginar que solo era una huésped, que esta solo sería una simple estancia en un lugar ajetreado, pero la realidad es que ese lugar ajetreado ahora se convertía en mi hogar. ¡Qué difícil resultó acostumbrarse! Más aún porque no fue un cambio deseado.
La mudanza nació a raíz del fallecimiento de mi padre, quien sostenía nuestro hogar económicamente. Tras su muerte, nos vimos obligados a mudarnos para estar más cerca del empleo de mi madre y de la escuela, con el propósito de ir a pie mientras mi madre trabajaba horas extras. Ese fue otro golpe sorpresivo: la muerte de mi padre. De por sí era difícil lidiar con el duelo, y encima cambiar de hogar, aumentó la angustia. Eran muchas emociones y sentimientos encontrados, muchos con los que no sabía lidiar.
Me tomó mucho tiempo descifrar ese sentimiento de abandonar el campo, pero he llegado a la conclusión de que aunque te vayas del campo, el campo nunca se va de ti. Después de quince años, creas un estilo de vida y una rutina; sabes con qué tipos de personas rodearte y, en general, creas una percepción bastante clara del tipo de hogar que quieres crear una vez llegues a la adultez. Sigo firme en mi creencia de que, una vez construya mi propio hogar, volveré al campo.
Como dije anteriormente, vivir en el pueblo viene con sus beneficios, mayormente que estás cerca de todo y de todos. Sin embargo, a pesar de tener nuestra propia residencia, pasar a vivir a un apartamento, es un cambio radical y abrupto, que implica rodearse de muchas personas que no conoces, y que tienen manías y costumbres que no necesariamente van acorde a las tuyas. No solo eso, sino que pierdes mucha privacidad, ya que todos escuchan y ven lo que dices y haces. Aunque esta puede parecer una vida más moderna, no es la vida que me gusta llevar.
Han pasado siete años desde que nos mudamos y, aunque, no me he acostumbrado del todo, me he adaptado a este ritmo de vida. Dicho eso, todavía está en mis planes volver al campo y vivir mi adultez y vejez sintiendo esa brisa de las montañas. Esa brisa fría que a veces entra por mi ventana, refrescando la habitación y trayendo esos hermosos recuerdos de mi infancia y parte de mi adolescencia.
*Foto tomada en el 2004, en la casa de campo de la autora