Por: Kevin Gerena Miranda (kevin.gerena@upr.edu)
Recuerdo que llegaste con maleta en mano, pero lo que captó mi atención sobre ese detalle, es que la llevabas vacía. “¡Qué idiotez traer una maleta desocupada! Eso no sirve de nada”, me dije a mí mismo. Pensé que tal vez era porque estarías un periodo muy corto, así que no presté más atención. Quizás, si hubiese indagado más, me habría percatado de que tu idea no era desempacar; sino empacar.
No imaginas cuánto quisiera odiarte, pero la realidad es, que no puedo. Llegamos a un punto de nuestras vidas en el que comencé a sentir que éramos solo uno. Que, sin ti, mi vida no podría funcionar. Qué iluso fui, ¿no? Todo era tan perfecto desde tu llegada, que no logro encontrar en mi mente, algún mal recuerdo. Aun en los días pesados, tengo recuerdos gratos.
Aprendí tanto de ti. Pero lo más grande, es que me enseñaste a conocerme a mí mismo. Sin darme cuenta, me había acostumbrado a ti. Tu compañía sutil, logró despertar muchos deseos en mí. Tantos, que en ocasiones se me hacía difícil entender cómo los saciaría. Ya había pasado tiempo de conocernos y tú mantenías la misma inocencia como el primer día. Al punto en el que estábamos, ya no dudaba de ti, ni de tus intenciones. Ese fue mi gran error; confiar.
Poco a poco tu sutileza se transformó en brusquedad. Fue un cambio que me marcó demasiado. Recuerdo llegar en ocasiones, lleno de energía y felicidad; pero para ti, te era indiferente. Unos días me tratabas bien, pero otros me hacías daño, y lo peor, es que lo hacías conscientemente.
No imaginas cuán frustrante fue tener que despertar de un sueño falso y darme cuenta de que todo era parte de una pesadilla. No imaginas cuán duro fue para mí tener que aceptar lo que estaba ocurriendo. Me llegué a negar, porque no quería creer que me había dejado engañar tan fácilmente. Tampoco podrías imaginar, cuántas lágrimas derramé en silencio en las noches, cuando me encontraba solo. Pero, no cabe duda, de que la parte más difícil de todo el proceso, era tener que llegar al otro día con una sonrisa y actuar como si nada pasara.
Pero, ¿por qué no puedo odiarte? Porque a pesar de que me hiciste sentir engañado y sufrir en silencio, me enseñaste que no todo el tiempo se puede ser fuerte, y que llorar y desahogar las penas, no es algo malo. Entendí, que todo era parte de una práctica espiritual, que me enseñaría a tener resiliencia.
Esa última semana que compartí contigo, antes de tu partida, fue una de mucha reflexión. Desde tu llegada, me enseñaste a ser más fuerte, más sincero conmigo mismo y, sobre todo, mucho más agradecido. Definitivamente la persona que era antes, no es la misma que soy hoy día. Ahora sé lo que es amar con fuerza y aprovechar cada momento, sin dejar las cosas para después.
Te escribo esta carta para dejarte saber, que, con el tiempo, entendí que nunca fuiste injusto. Y, aunque no te guardo ningún aprecio, tampoco un odio. Pero debo admitir, que siento un gran respeto hacia ti. A ti, cáncer, quiero decirte que no seremos amigos nunca, pero tampoco enemigos.
El día que decidiste irte, no estuve para una despedida y en parte, me ha pesado en la consciencia. Pero no me sorprendí al ver el cuarto vacío. Llegaste con una maleta vacía, pero te fuiste con ella llena. Y es por eso, que siempre que me preguntan sobre ti, mi respuesta es: “No, el cáncer no es el enemigo; lo es el tiempo”.