Por: Mariangely Rodríguez Torres (mariangely.rodriguez2@upr.edu)
La vida es impredecible. Hoy compartes con tus familiares como parte de tu rutina diaria, pero mañana no sabemos qué ocurrirá. En el 2011 mi vida dio un giro inesperado. Ese terror de no saber qué iba a pasar con un familiar y qué hacer si ya no está con nosotros se adentró en mí con tan sólo 11 años.
Era miércoles y en el asiento trasero del auto de mi madre, estaba sentada mirando por la ventana los lugares que pasábamos. Íbamos de camino a la escuela y en ese momento yo tenía un espasmo en el cuello. Se me hacía imposible mirar hacia la izquierda. Cada vez me dolía más y extrañamente con ello, una mala sensación se hacía presente. No dije nada. Seguí mirando por la ventana que tenía a mi derecha, contando los autos rojos que pasaban. Al llegar a la escuela le di un beso en el cachete para despedirme. “Nos vemos después, te amo.” Fueron las últimas palabras que la escuché decir.
En la escuela mi dolor se hizo aún más agudo y no permitía moverme bien, lo que provocó mi caída del pupitre justo cuando iba a buscar la libreta de apuntes. La maestra de salón hogar se ofreció para llamar a mi madre para avisarle, pero por alguna razón y una punzada en mi corazón dije “no, estoy bien.” Algo estaba pasando en ese instante, una sensación extraña se apoderaba en la atmósfera. Yo no sabía lo que iba a suceder, nadie se lo esperaba. Esa sensación me acompañó hasta la 1 de la tarde, cuando mi abuela apareció en la escuela pidiendo un permiso para dejarme salir temprano de las clases.
“¿Qué pasó abuela?” Le pregunté, su cara que contaba miles de historias a través de sus líneas y sus ojos que parecían las ventanas de su alma en ese momento estaban tristes, incluso se le notaba muy angustiada.
“Tú mamá está en el hospital.” Seis palabras que me dejaron petrificada, mientras me quedaba mirando la nada. Todo se tornó nubloso. Su mano sujetaba la mía y pude sentir cómo apretaba su agarre, como una señal de “yo estoy aquí contigo, todo estará bien”.
En ese momento sentí que respiraba, que estaba en tiempo y espacio, aunque todo a mi alrededor desapareció. Cuestioné todo en mi mente. ¿Por qué estaba en el hospital? ¿Estaba bien? A pasos apresurados nos montamos en el carro y fuimos a casa de mis abuelos. A mamá le había dado un infarto y el segundo ya venía silenciosamente en camino mientras estaba en el hospital. Fui la primera de mis hermanos en enterarme. Me sentaron en la sala y cautelosamente me contaron todo. Mientras me explicaban la situación, mi abuela agarró mi mano.
“Tú mamá estaba en una cita y mientras esperaba su turno le dio un dolor de pecho fuerte. La tuvieron que llevar al hospital, pero pronto vuelve a estar con nosotros. Si quieres la puedes llamar”. A esa edad lo menos que pensamos es en la muerte y menos en alguien tan cercano como nuestros padres. Yo que hasta la mañana pensaba que mi madre era eterna, ahora estaba viendo cómo luchaba por su vida. Porque aunque no me dijeron que estaba muy delicada yo escuché a mi tía y abuela decirlo en la cocina.
Las horas se hicieron muy largas y aunque era una niña, sabía que sólo quería estar con mamá, mi reina y eterna fortaleza. Los días pasaban y seguía sin verla. Sólo sabía que en poco tiempo debían hacerle una operación bastante delicada y no estaban seguros si saldría con vida del hospital.
El día de la operación llegó y trajo mucho miedo e incertidumbre. A pesar de todo, tuve que ir a la escuela junto a mis hermanos, ya que no podíamos seguir faltando. Todos mis pensamientos iban a un solo lugar: mi madre.
Era imposible enfocarme en la clase cuando mi todo estaba en una sala de operaciones. Sólo pensaba en aquella mujer cuyos brazos eran mi refugio, sus besos, mi tranquilidad y sus palabras, melodías que alegraban mi vida. El corazón latía fuerte dentro de mí, iba rápido, como si supiera que la mujer que me dio la vida estuviera en el estado que estaba.
No supe en el momento que mi madre necesitó transfusión de sangre, no supe que estuvo a punto de morir en aquella sala, no supe que mi familia estaba al borde de la locura y soledad. No lo supe porque no estuve allí. Mientras ellos estaban en el hospital, yo estaba en la escuela poniendo cada partícula de mí en el pensamiento de mi madre.
Afortunadamente, después de largas horas, la operación salió bastante bien. “Fue un milagro”, el doctor le comunicó a mi padre al finalizar el procedimiento. Ahora solo quedaba ver cómo sería su recuperación en el hospital. Durante todo este tiempo mis hermanos y yo nos quedamos a cargo de mis abuelos y tía. Eran quienes hacían lo posible por mostrarse bien, fuertes y tranquilos frente a nosotros. Incluso, trataban de jugar y ver películas, a pesar de que por dentro estuviesen angustiados.
En una de esas noches, mientras todos dormían entré a una página para ver una película. No podía dormir, necesitaba algo para entretener mi mente. Ignorante de su trama elegí ver “A Little Princess”. Tenía la palabra “princesa” en el título y eso me llamó mucho la atención. La película esta fue basada en la novela de Frances Hodgson Burnett con el mismo título y publicado en el 1905.
Cuenta la historia de Sara Crewe, una niña que es criada por su padre en la India. Sin embargo, después de unos años, su padre la envía a un internado en Londres, pues piensa que es lo mejor para ella. Sara llega como toda una princesa, bien vestida, mimada con los mejores juguetes, pues era la mayor inversión para la directora de ese lugar.
Todo da un giro inesperado cuando le dan la noticia a Sara de que su papá había muerto y ella se ha quedado en la ruina. Esa escena me partió el corazón en miles de pedazos, pues soy muy empática y ese día más que nunca, estaba vulnerable. Me hacía falta mi mamá y a ella, su papá. En ningún momento antes de esa noche había llorado.
Ver cómo Sara perdió a su papá hizo que todos los sentimientos que había estado guardando muy dentro de mí estallaran. Me identifiqué muchísimo con ella y caí más que nunca en cuenta de lo grave que sería perder a mi mamá. Allí en la oscuridad de la sala, estaba yo con mi iPod sintiendo cómo la soledad y tristeza me arropaban. A pesar de todo, ese granito de esperanza que yacía en mí nunca se fue.
Unos días después nos dieron la grata sorpresa de que mi mamá volvería a casa, sana y salva. Esa emoción que sentí fue inexplicable. “Por fin voy a tener a mi mamá conmigo”, era lo único que pensaba.
Aún hoy no sé qué sería de mí el día que mi madre no esté. Tanto sufrimiento, soledad, tristeza y angustia me enseñó a valorar cada segundo de mis días. El tiempo compartido en familia y con amistades es el corazón que late y da sentido a la vida. No sabemos qué pasará mañana. Somos totalmente ignorantes de nuestra trayectoría en este mundo y lo único seguro es el presente, el mejor regalo que podemos compartir.