
El 27 de noviembre, en el pequeño barrio de Cibao del pueblo de Camuy, una casa familiar se convirtió en el centro de risas, música y tradición, mientras la cena de Acción de Gracias reunía a varias generaciones bajo un mismo techo.
El ambiente rebosaba de alegría desde el primer momento. La música se mezclaba con el aroma de la comida y las voces que llenaban cada rincón anunciaban que aquel sería otro día para recordar. La casa de mis tíos resplandecía en unión y celebración.
Como dicta la costumbre puertorriqueña, la competencia de dominó no tardó en comenzar. La mesa se llenó de fichas, estrategias y carcajadas. Entre capicús amistosos y retiradas repentinas, todos participaban: tíos, tías, primos, primas, mi papá, mi hermano y esta servidora. Cada jugada tenía su propio sazón.
El karaoke también tuvo su momento estelar. Resultaba inevitable reír al escuchar a mi papá y a sus hermanos cantar, o intentar hacerlo, porque no afinaban ni un tono. Aun así, su carisma y el espíritu navideño que ya se asomaba, convertían cada canción en un verdadero espectáculo. Esa mezcla de voces desafinadas y corazones alegres era parte esencial de la tradición.
La comida, como siempre, estuvo a otro nivel. El pavo preparado por mi tía, dominaba la mesa, acompañado de arroz con gandules, ensalada de papa, guineítos en escabeche y un “shot” de coquito que completaba la tradición. Como buenos puertorriqueños, el día de Acción de Gracias es sinónimo de «jartarse» y comer sin culpa.
Ser la mayor entre los primos también añadía una alegría particular. Ver a los más pequeños correr, bailar, grabar TikToks y disfrutar sin límites llenaba el ambiente de gozo. No existía diferencia de edad capaz de romper la conexión que compartíamos.
Con la noche avanzada, llegó el momento de dar gracias. Aunque no todo se dice en voz alta, cada quien sabía muy bien por qué estaba agradecido. Se agradeció la unión familiar, el privilegio de compartir ese día y todo lo hermoso que vendría. Junto a la gratitud, también apareció esa tristeza silenciosa que recuerda que lamentablemente algún día algunos de los que hoy se sientan a la mesa podrían faltar. El ciclo de la vida es así: hermoso y doloroso a la vez.
Aun así, ese 27 de noviembre se agradeció de corazón la oportunidad de tenerlos vivos, y así seguirá siendo el 28, el 29 y todos los días venideros. Porque la mayor bendición es, y seguirá siendo, mi familia: una familia tradicional, llena de amor, de fe y de bendición.
En una noche donde las risas compitieron con las fichas del dominó y el coquito acompañó cada abrazo, quedó claro que la verdadera esencia de Acción de Gracias no estaba en la mesa, sino en las personas que la rodeaban.
