Mujeres de esta etnia de múltiples nombres –gitanos, romaníes, cíngaros–, hermética y discriminada históricamente- se encuentran vagando por las principales atracciones de Andalucía en busca de extranjeros distraídos.
Imagina que estás caminando por una de las casi 4,500 calles de Sevilla que muestran tres mil años de historia y que es piropeada y alabada por todos los que la visitan. Esa era yo, desplazándome junto a mis otros cuatro amigos, entre la multitud, por la Plaza de la Virgen de los Reyes.
Frente a nosotros, la Catedral de Sevilla: el templo gótico más grande del mundo. Decidimos bajar la intensidad de la caminata, pues había que inhalar fuertemente y contemplar esta estampa histórica, ícono de la ciudad, de arte y por supuesto, de giras turísticas.
Ahora bien, si hablamos de turistas, hablamos de negocios también. Y de eso todavía no me había enterado.
De repente, en un abrir y cerrar de ojos, dos mujeres que parecían gitanas – una de ellas de pelo negro y baja estatura y otra con un ojo blanco – se nos acercaron para regalarnos una ramita de romero.
–¿Qué tenía de malo aceptar un romero, el viernes previo a la celebración de la Semana Mayor, a las 3:47 de la tarde? Nada, pensé.
¿Por qué no?, me dije a mí misma.
Acto seguido, la gitana susurró una oración y amablemente me pidió permiso para tomar mi mano derecha. Comenzó diciendo que tenía un mirada sincera, pero que me preocupaba mucho por el futuro.
Tenía razón, pensé.
Luego, miró a mi amiga y me dijo: se nota que es(ta) (es) una amistad real.
Acertó. Esto está funcionando, me repetía en la cabeza.
Pidió leer mi mano izquierda. Accedí. Luego de varios comentarios bonitos, insinuó que para que esto funcionara, había que pagar.
Pero, ¿no que era “te regalo suerte y salud”?
Le di las gracias y traté de irme. Ella insistió en que había que pagar.
Verifiqué la cartera, no tenía euros. ¿Qué iba a hacer?
Mi amiga tampoco tenía euros. Recurrimos a nuestros otros tres amigos que se habían adelantado a ver si lograban rescatarnos de la situación.
Inmediatamente, las dos gitanas nos siguieron. No se rendían.
Logré saldar mi “cuenta” con seis euros, pero mi amiga no corrió con la misma “suerte”. Le pedían 20 euros, 10 por cada mano.
No entendía nada. ¿Por qué a mí me cobraban 6 euros y a mi amiga 20? ¿Cómo que si no pagábamos la suerte iba a ir en su contra?
Se me aguaron los ojos, mis manos sudaban y mi corazón palpitaba rápidamente.
Le dimos los últimos 10 euros que nos quedaban y logramos zafarnos. Acordamos que lo sucedido sería un secreto militar. Así fue, hasta hoy.
Aún no sé si debo creer en la suerte. Lo cierto es que aún guardo en la cartera unas hojitas del romero por aquello de que multiplique el dinero y atraiga abundancia. Una ayudita extra nunca está demás.