por: Milliana G. Cotto Hernámdez (milliana.cotto@upr.edu)
Ya pasó la hora de almuerzo; todavía se siente el olor del pastelón de amarillos y las «muchachas» y «el galán» están sentados en la sala escuchando a la pastora hablar sobre el bien y el mal.
Los residentes del hogar Arecibo Adult Day Care, en el sector Dominguito de Arecibo, prestan atención al testimonio de Gloria Vélez, que, como todos los miércoles, llega hasta el lugar para compartir con ellos la palabra de Dios.
Algunos afirman con la cabeza en señal de aprobación al sermón de la mujer sobreviviente de cáncer, que, aunque no es pastora, es miembro activo de su iglesia. «Así es», «amén», «ujum» y uno que otro bostezo, son algunas de las reacciones de los presentes.
Entonces, toma la palabra Catín, una delgada y coqueta mujer de 92 años, con colorete en las mejillas y hermosas zapatillas plateadas. Sentada en su butacón predilecto y con lágrimas transitando por su rostro, habló de lo orgullosa que se siente de su hija, «la dentista».
Catín se llama Catalina, pero, detesta su nombre de pila, tanto, que en San Sebastián, donde vivió casi toda su vida, nadie la conoce como la inscribieron. Fue maestra y después, se dedicó a atender el restaurante de su esposo.
No se le hizo fácil desprenderse de su amado pueblo cuando llegó al hogar. «Me pasaba los días llorando», recuerda con lágrimas y la voz entrecortada. «Cuando yo me vine, hasta me lloraron. ¡Lo sentí tanto! Como el pueblo de San Sebastián es pequeño, nos conocemos todos», rememora la mujer, que se describe como la más «charlatana» del centro.
En la sala también se encuentran Carmen, de 82 años; Irma, de 100, Nydia, de 72; Fernando, de 80 y Celia, de 63.
En el hogar, hay un patio interior en el que vive el pajarito Ricky en una jaula. También hay una piscina que se usa para terapias en el verano.
El pasillo donde están ubicados los cuartos es ancho para el tránsito de las sillas de ruedas y los andadores.
Los residentes son atendidos por un grupo de enfermeros, trabajadora social y los dueños del lugar, a quienes ellos llaman «la Sagrada Familia».
Se trata del matrimonio compuesto por Abigail Acevedo y Ricardo Irizarry, además de su hijo, Ricky, un joven de 20 años paciente de Síndrome Down, que es el querendón de los abuelos.
Mientras transcurre el servicio religioso, Ricky, denominado el «nieto de todos», les reparte besos y abrazos a las «muchachas», incluyendo a su abuela de verdad, Carmen, que es mamá de Abigail.
Ellos son el grupo más independiente y lúcido del centro, que tiene 14 residentes. Otros, están encamados o requieren más asistencia, pues sufren de condiciones como Alzheimer o demencia senil, entre otras.
«¿Visitaste la ciudad de los silencios?», me pregunta Fernando, a quien cariñosamente las muchachas llaman «Fernando Allende» o el «Galán», tal vez por su abundante cabellera blanca y su impecable forma de vestir, con polo y pantalón perfectamente combinados.
«¿Qué es la ciudad de los silencios?», pregunté. Entonces, el disciplinado veterano –retirado de la Autoridad de Energía Eléctrica– señala la terraza donde están los envejecientes que necesitan de más asistencia.
Allí, entre otras personas, se encuentra un matrimonio, ambos pacientes de Alzheimer. Él, en una etapa mucho más avanzada de la enfermedad que ella, y con su mirada perdida, rasga con las uñas de su mano una y otra vez el pupitre instalado en su silla de ruedas. Ella permanece en silencio, a su lado.
Los «muchachos» la pasan bien
Ya casi son las 4:00 p.m. , hora de la cena, y la primera en llegar es Irene, que, a pesar de sus problemas auditivos, proyecta una buena condición de salud.
En la pizarra del comedor, está escrito el menú: arroz con pollo y habichuelas guisadas.
Poco a poco, van llegando a la mesa los residentes que pueden comer por su cuenta. Parecen los comensales de un comedor escolar, con sus bandejas y las porciones adecuadas de comida.
Irma, quién se desempeñó como secretaria ejecutiva, se sienta en la misma silla roja desde hace siete años, y cuentan los que la conocen que el que se siente en ella, se puede buscar tremendo lío. Fernando se coloca a su lado mientras dice en forma chistosa: «pueden pedir al gusto», como si estuvieran en un restaurante.
Todos comen ante la mirada vigilante y fija de la enfermera, que, al final de la cena, reporta quién come y quién no.
Nydia y Carmen no dejan un grano en el plato, mientras que Irma y Catín –que comen más despacio– dejan algunas sobras. Luego, les toca la dosis de medicamentos.
Las enfermeras transportan en sus sillas de ruedas a los que no pueden caminar. Fernando bromea diciendo que las estacionaron en «valet parking».
Tanto él, como Irma, Celia y Nydia, se quedan en la mesa para relajar un ratito. El grupo parece una pandilla de jovencitos con ganas de pasarla bien.
El tema de conversación es el arreglo de flores que está colocado como centro de mesa.
Celia, que es la artista, cantante y modelo del grupo, dice: «son orquídeas», a lo que Francisco responde «orquídeas ‘mai ay’ (‘my ass’)», y asevera «son aceitunas rellenas».
Luego, hablan de la entrevista que este medio realizó a algunos de los abuelos más temprano.
Carmen le pregunta a Fernando: «¿Y a ti, te van a entrevistar?». A lo que él responde entre risas, «tú hablaste hasta por los codos».
Acto seguido, cuando este medio se acerca a Fernando, él dice «nosotros somos profesionales. Cobramos muy caro por las entrevistas».
«¿Y por qué le dicen Fernando Allende?», preguntamos. «Fernando Allende quiere ser como yo».
«Lo mío es la broma», explica el hombre, que se levanta tempranito todos los días, hace su cama, camina una hora y se sabe de memoria los especiales de los «shoppers».
La conversación se interrumpe porque al jocoso del grupo le toca su baño, razón por la cual la enfermera lo busca y se lo lleva por el pasillo.
El resto del grupo también desaloja la mesa. En la sala, conversan Catín y Nydia, que son compañeras de cuarto y se describen como «hermanas», mientras que Irma, la campeona de dominó del lugar, lee una revista, pues no le gusta mucho ver televisión.
Celia, por su parte, modela frente a la fuente de agua y luego, entona la melodía Hijos del Cañaveral. Entonces, comienza a hablar de los tiempos en que estudió geografía en España y de su estadía en Palma de Mallorca.
Obdulia, de 103 años, se pasea entre el comedor y la sala.
La “Ciudad de los silencios”
Son las 6:00 p.m.; la cocina ya cerró sus operaciones y la cocinera está a punto de irse. Es hora de la última merienda del día y van llegando los pocos residentes que no se han acostado a dormir.
Esta vez, solo llegan Irma, Nydia, Fernando y Carmen. Ricky, el «nieto de todos», también está en la mesa cantando canciones de «RBD».
Fernando se sienta de nuevo al lado de Irma y por molestar a las «muchachas», insiste en que las flores del centro de mesa son aceitunas rellenas. Celia, esta vez, un poco más seria, le refuta: «Estas son orquídeas blancas, no aceitunas rellenas».
Irma, por su parte, dice: «¡Están preciosas!», mientras Fernando se toma su vasito de colágeno. «Tengo piel como de nene», afirma. Después, Irma dice «tengo un callo», a lo que Fernando le refuta «Esos son espuelones» y logra que las otras se rían. Celia, por su parte, les da clases de historia a los presentes.
Ricky termina de cantar la canción de la desaparecida banda mexicana y logra el aplauso de Irma y Nydia, quien es una maestra retirada.
Cuando una puerta se abre, una mosca entra al recinto, entonces, Fernando, que no pierde la oportunidad de llamar la atención, le expresa a Irma «eres tan dulce que hasta las moscas están detrás de ti». Luego, dice entre risas: «Llévate a la mosca para el cuarto, Irma». «¡Qué generoso!», le responde ella.
Poco a poco, van desfilando a sus cuartos para acostarse a dormir con la ayuda de las enfermeras. Celia, que según explican, es la más nocturna, todavía está viendo televisión en la sala.
Apenas son las 7:00 p.m., y ahora, todo el recinto parece la ciudad del silencio. Los murmullos de sus residentes, los chistes de Fernando y las canciones de Celia están en receso, hasta que comience un nuevo día, con la cremita de la mañana.