Por: Mairim H. Batista Serrano (mairim.batista@upr.edu)
Fue como un terremoto que llegó sin anunciar, y en cuestión de segundos cambió todo el panorama. Una noche me acosté caminando y al día siguiente, ya no me podía levantar.
Cómo olvidar ese 19 de junio de 2009, entre risas y alegrías celebraba junto a mi familia mi victoria contra el cáncer en el evento “Relevo por la vida”, celebración que se lleva a cabo en honor a los pacientes y sobrevivientes de cáncer. Un ambiente de alegría y regocijo me rodeaba, miraba con mucha emoción las caras de alegría de aquellos que como yo le ganamos la pelea al cáncer. Le daba gracias a Dios por regalarme vida para disfrutar con mis seres queridos y lo que para mí era más importante, ver a mis hijos crecer. Nunca pensé que esa fecha se convertiría en uno de mis más preciados recuerdos, fue el último día que caminé.
Desperté a hacer mi rutina mañanera de todos los días, pero cuando intente levantarme de la cama, mis piernas me fallaron y un fuerte dolor arropo mi cuerpo. ¡Mis piernas, no puedo mover mis piernas! Grité con mucho dolor, alertando a mi esposo y a mi familia.
Con el pasar de las horas, los días y las semanas, los dolores no cesaban. Al contrario, se iban incrementando, pasaba los días casi completamente inmóvil, ya que cualquier leve movimiento generaba fuertes dolores en todo mi cuerpo. Sentía que mis piernas estaban cubiertas en fuego y cada vez que intentaba moverme la sensación era como si me espetaran miles de agujas. Ningún medicamento me producía alivio, pasaba los días pensando y preguntándome, ¿Y si estos dolores nunca se van? ¿Y si no logro levantarme de esta cama?
En esos momentos, deje ir mi mente a todas las posibilidades, incluyendo aquella que no quería aceptar: la probabilidad de que mi nueva compañera de vida fuera una silla de ruedas. Fue como si a mi vida le hubieran puesto pausa, pero solo a la mía, pues los demás seguían avanzando. Dos años pasaron, dos años de fuertes dolores, de perderme los logros de mis hijos, dos años que parecían no acabar, dos años atada a una cama.
Sobreviviendo al dolor
Pero me cansé y dije: ¡Basta ya! Es hora de avanzar y aguantar, no voy a perder un día más. Comencé a entrenar mi mente, a aprender a soportar el dolor. Poco a poco, fui ignorando lo que sentía mi cuerpo y logre, salir de esa cama, pero no sobre mis piernas, sino con mi nueva compañera: la silla de ruedas. Me sentía como un bebé que comienza a explorar cosas nuevas, ahora me tocaba aprender a ser independiente. Me cansé de depender de los demás. Todos los días eran como nuevas misiones, me proponía lograr algo nuevo y solo escuchaba la voz de mi familia que decía: vamos, eres fuerte, vas a salir a adelante, es tiempo de recuperar tu vida. Cada cosa que lograba era una gran celebración, pequeñas cosas como poder cocinar para mi familia e incluso ingeniármelas para abrir las ventanas con mi bastón. Poco a poco fui recobrando mi vida, y llegue a ser lo más independiente que mi condición me permitió.
Nueve años de oscuridad
Pero no todo fue color rosa, vivía momentos de desilusión a diario, de doctor en doctor buscando una respuesta para mi condición y ninguno me la daba. Cinco años pasaron, cinco años de falsos diagnósticos, cinco años de ir a un sinnúmero de oficinas médicas. Muchos de ellos me dijeron que no se explicaban que era lo que pasaba con mi cuerpo, otros le achacaban mi dolor a mi peso, y hasta llegaron a decirme que era mental; que me estaba inventando mi dolor porque las personas con cáncer nos acostumbrábamos a que nos tuvieran pena y como yo estaba en remisión necesitaba inventarme otro dolor. Un año y medio a ese son, pensaba que con el tiempo mejoraría pero no, fui en retroceso, y los médicos llegaron a su conclusión, artritis reumatoidea era mi condición. Un año y medio pasó y mi cuerpo comenzó a quejarse de nuevo, volví a pasar los días con dolor. Los huesos iban desmejorando y mi rodilla derecha se pulverizó, aun viendo como estaba mi cuerpo no me ayudaban, los doctores me decían que si me medicaban la artritis volvería el cáncer.
No sabía qué hacer, sentía que estaba metida en una cueva oscura de la que no vería salida, y pensaba: si no me mata el cáncer, me mata el dolor. Volví a pasar los días en mi cama, mis dolores llegaron al máximo, la escala considerada normal de artritis es 30 y mis estudios arrojaron que yo estaba en 179.3. El dolor fue tanto que mi cuerpo colapsó, sentía que moría y comencé a despedirme de mi familia, recuerdo que con lágrimas en mis ojos le agradecía a mi esposo por su amor y por cuidarme hasta el final, y a mi hija le decía lo buena que había sido y le pedía que cuidara de su papá y que le recordara a mi hijo lo mucho que lo amaba. Fue el momento más oscuro de toda mi vida, verdaderamente pensaba que de esa no salía, pero gracias a Dios no fue así, todavía me queda vida por vivir.
Un rayito de luz
Nueve años se cumplieron, nueve años en esta situación, ya mis opciones estaban limitadas e irme de Puerto Rico se veía como única solución. No era lo que quería, pues tendría que dejar a mi familia y mi hija atrás, pero ya no había más remedios y pronto una decisión tenía que tomar. Un día hablando con una amiga me comenta de un doctor, y me dije: pues uno más, no tengo nada que perder, quizás este me ayude con mi dolor.
Myriam Serrano (49 años) habla sobre su condición médica