Por: Reuel Torres Vargas (reuel.torres17@gmail.com)
República Dominicana – Suspiró. Era un día como cualquier otro, por lo menos para ellos que ya estaban acostumbrados a una rutina ficticia e implementada por un sistema que oprime al pobre y da espacio al rico. El reloj apenas apuntaba las 8:00 am y quizá por estar en la costa, el sol se mostraba más brilloso que en otro lado del país, asumo yo. Marcaron las nueve de la mañana y llegó a recogernos una “lechonera», es decir, un tipo de guagua bastante despegada del suelo pintada de azul celeste y dibujos de aventuras montañosas. Estaban retrasados unos 30 minutos, pero como la vida allí no va de prisa, no nos molestó esperar.
Para poder subir había que pasar por unas escaleras de metal con seis escalones. Además de ser utilizada para lograr alcanzar los asientos, se convertía en un tipo de reja para impedir el paso de los que estuvieran en las calles. Era completamente abierto a la vista, se podía apreciar todo el camino sin problema y a su vez, recibir ese viento caribeño que limpia espíritus y refresca el alma.
Volvió a suspirar. Quizás se me hace un poco difícil dialogar de manera apresurada con las personas – creo que es parte de mi personalidad- he intentado mejorarlo, pero aún pienso en eso. No obstante, sí he desarrollado una habilidad que aprecio más que solo hablar con alguien y es que prefiero observar en silencio lo que me rodea. Tomé la segunda fila de asientos, así podía tener más contacto con el guía turístico o por lo menos escucharlo mejor. Se veía cansado, sus ojos estaban un poco rojos y siempre se recostaba cuando tenía la oportunidad. A mi parecer le costaba estar de pie por largo tiempo. Sin importar todo esto, de su boca salía una frase que utilizó repetidamente durante las nueve horas que estuvimos descubriendo las barriadas de Santo Domingo.
“Nosotros sonreímos 25 horas al día y los ocho días a las semana”, sostenía cada vez que algún turista deseaba tomar una foto a cosas tan comunes ante los ojos de caribeños como nosotros. Se había convertido en un estilo de vida, pues sonreír significaba atraer al turista, mostrar lo mejor aunque no necesariamente se viera mejor – y les aseguro que no se veía del todo bien lo que rodeaba las calles.
No pude contenerme a preguntar: ¿por qué era tan importante para ellos el sonreír? y ¿por qué lo repetía con tanto ahínco y frecuencia?
«El Bori” reconoció rápido el acento. «Este es de la Isla del Encanto”, manifestó antes de explicarme la razón por la cual su lema era repetido de manera constante. Finalmente logró convencerme que todos los que vivían allí eran las personas más felices del mundo.
“El turismo es nuestra mayor fuente de ingreso y el pueblo lo sabe, por eso tenemos que reír… es una manera de llamar la atención del turista”, explicó con un sentimiento escondido de frustración, pero a la vez de aceptación.
Suspiré. El día siguió su curso, visité la Basílica Nuestra Señora de Altagracia ubicada en Higüey. Y como todos los monumentos religiosos –muy diferente a las realidades del lugar: lindos y bien cuidados. Luego pasamos por un pueblito en las montañas, allí visitamos una familia típica muy humilde y con la misma sonrisa que llevan todos los dominicanos en su rostro, símbolo de una felicidad vendida.
En ese preciso momento entendí cómo la falsedad de un adulto no se puede ver reflejada en la cara de un niño. Mientras descubría los rincones de aquella casa a la que nos permitieron entrar, percibí en el fondo a un niño. Son los únicos que te pueden mostrar la verdadera realidad de un país. Pasaba su tiempo jugando con tierra y a diferencia de sus hermanos mayores, sin una sonrisa en su pequeño rostro. Me separé del grupo de viaje y me arrodillé con él en el suelo y le pregunté su nombre.
«Hola, ¿Cómo te llamas?»
El silencio, como es de costumbre en un niño que desconoce quién le habla lo invadió, evidenciaba que le parecía más interesante la tierra que mi pregunta.
«Me llamo Reuel, ¿y tú cómo te llamas? ¿Qué haces? ¿Puedo jugar contigo? Ahora que lo pienso, tal vez lo haya ahogado en preguntas…
Solo suspiró. Intenté tocar su juguete: un plato de porcelana, y fue cuando reaccionó de manera violenta celando su lugar y mostrando incomodidad. En ese momento me di cuenta que los niños no sonreían, pues aún no estaban aculturados a un sistema que controla hasta las emociones que se deben mostrar. Era un niño y los niños son difíciles de entender, pero como dice la periodista puertorriqueña, Ana Teresa Torro: «Nunca dudaré de mi memoria e imaginación de niña, guardan más verdad que la de adulta”.
¿A quién debemos creerle en realidad? Yo lo entendí y el niño parece que también lo creyó.