Despertar una mañana y recibir una noticia que cambia tu vida por completo. No sabes qué decir, qué hacer, cómo reaccionar. Cae un balde de agua fría en todo tu ser.
Agosto del 2010 con 12 años y muchas energías por vivir, despierto una mañana sin saber lo que me espera. Hasta ese día solo pensaba en prepararme para el nuevo año escolar que estaba a la vuelta de la esquina. Preocupado por que el cambio de escuela era aterrador: nuevos maestros, compañeros y ambiente. Escalofríos que bajan por la parte posterior de la nuca.
La realidad me golpea de repente cuando mis padres me preguntan a eso de las 9 am: “¿Quieres ir a visitar a tu abuela hoy al hospital?” Lleno de miedo y con voz temblorosa contesto: “No”. Instantáneamente llega el pensamiento: “Ya va más de un mes que abuela está en intensivo y no me siento preparado”.
Buscando cómo distraer la mente enciendo mi consola de videojuegos XBOX 360 para jugar NBA 2K. Luego de pasar una hora hipnotizado frente al televisor, me da ese olor. Entra por mi nariz ese aroma único de chuletas fritas y salgo disparado hacia la cocina para encontrar a mis padres tristes con los ojos rojos y abrazados.
“¿Todo está bien?” Responden con otra pregunta: “¿Quieres comer?”. Ya eran las 10:45 am y el estómago daba rugidos como un león. Comiendo en la mesa papi se sienta y menciona que abuela no le quedan muchas energías y que debería ir a verla. Negado al pensamiento de perderla el “no” se dejó sentir como un estruendo. Luego de comer me dirijo a mi habitación en la que me tiro a la cama y caigo como una piedra. Los pensamientos empiezan a correr como carros de Nascar dando vueltas en la cabeza.
A eso de las dos de la tarde abro los ojos, había caído en un sueño profundo con los ojos semiabiertos y sin saber si estoy más para allá que para acá, salgo de la cama. Esa siesta cambió algo: estaba decidido, el hospital era mi destino ese día. Papi pregunta: “¿vas con nosotros?”, sin duda alguna salió un sí y más rápido de lo que canta el gallo, estaba preparado. Luego en la sala ocurrió la conversación, dijeron: “ella no te va a poder ver o hablar, pero sí te escucha, así que tienes que ser fuerte”. Tragué profundo y me subí al auto. A eso de las tres salimos de casa.
El camino se hizo eterno buscando entre los pensamientos qué hacer, qué decir, qué esperar, cómo reaccionar. De repente allí estaba bajando del auto; caminaba con las piernas temblando de miedo. La incertidumbre me consumía. Había pasado más de un mes desde la última vez que visité a abuela, cuando todavía me podía hablar, mirar, abrazar y besar. El corazón me quería salir del pecho mientras subía el elevador. El sonido del elevador al llegar al piso de intensivo fue como el de la alarma para la escuela en la mañana odiosa.
En el pasillo las paredes pintadas de caras tristes que miraban para luego bajar sus cabezas. Eran las cuatro y media de la tarde. Llegó la hora de enfrentar la cruda realidad. La puerta de la habitación se abre y en una cama postrada estaba abuela. Al entrar tubos saliendo de su nariz y boca, agujas inyectando medicamentos y una cara hinchada. Me acerco y sé que es ella, la beso en la frente y al oído susurro: “abuela es Luigi estoy aquí contigo, llevo orando mucho por ti, así como me enseñaste para que papa Dios te sane”.
Lo que viene luego es algo que siempre se ha quedado. Una lágrima salió de sus ojos y luego convulsiones. “¡Abuela!” Unos brazos me abrazan y me sacan de la habitación. Todas las caras tristes de los pasillos se acercan y se unen en un abrazo de solidaridad y en medio de todas esas caras un niño en llantos ya sabía que venía. Dan las siete de la noche. Se había acabado la hora de visita. Vuelvo a casa con un sentimiento de impotencia y desesperación.
Al llegar a la casa, a las siete y cuarenta de la noche, cojo mi ropa y entro al baño directo hacia la ducha. Allí en el suelo de la ducha el agua disimula las lágrimas corriendo por mi cara. Luego de media hora salgo y voy a mi habitación. Analizando todo lo que acababa de suceder el corazón empieza a latir descontroladamente y ahí me di cuenta de que lo correcto era dejar ir.
Abuela necesitaba que la dejáramos ir para que ya no sufriera. Había que dejar de ser tan egoístas reteniéndola para no sufrir la pérdida. Esa noche en mi cama oré como nunca, con lágrimas en el rostro y una presión increíble en el pecho. Clamé y pedí: “Dios llévatela, no quiero que siga sufriendo. Por favor, llévatela”. Repetí eso hasta dormirme.
A la mañana siguiente, a las 7:00am, mi madre entra al cuarto y me levanta pensando que iba para la escuela. Le dije: “me visto ahora”. Me aguanta y dice: “abuela se fue anoche”. En ese momento parecía irreal. Mi corazón se detuvo. Me viré y empezó el río de lágrimas a brotar de mis ojos, pero en ese momento, me di cuenta que ya no sufriría y que Dios me había escuchado. Así que mi dolor era momentáneo, pero el alivio de abuela era para siempre.