Por: Daviana Y. Rivera Vázquez- daviana.rivera1@upr.edu
Apunto de bajar unas extensas escaleras que apuntaban a un oscuro vacío, fue que entendí, que allá en el fondo está lo que nos llevará a nuestro destino.
Dejamos el vehículo alquilado en un estacionamiento privado al aire libre, donde $15 es el valor de una “vigilancia segura a tu auto”. El estacionamiento queda a solo siete minutos andando de la estación de tren más cercana en Grove Street, New Jersey para poder llegar a nuestra primera parada turística: World Trade Center. Es el mes de junio y son las 9:00 de la mañana; somos un gran grupo caminando por estas calles muy transitadas: mi padre, madrastra, hermana, mi tía y primos. Aun siendo verano, el clima está frío y fresco o así lo sentimos los boricuas, que estamos acostumbrados a la intensidad del calor en este mes en la Isla.
Luego de la caminata, por fin llegamos a una pequeña plaza rodeada de muchas tiendas, fast foods y un tapón que no se mueve ni pa’ atrás, ni pa’ lante, como dice un buen puertorriqueño. Todos estamos ansiosos y desesperados, pero a la vez felices, porque estamos juntos con el objetivo de disfrutar de nuestras vacaciones en los Niuyores.
Hay algo curioso en esta plaza: en el centro hay un gran agujero del que las personas salen y entran con gran rapidez. El hueco es muy oscuro, apenas entra la luz de la mañana. Lo único que se puede ver son un par de escaleras mecánicas, una de subida y otra de bajada, que por su extensa longitud no deja visibilizar qué hay más allá. Entonces entendí: allá en ese hueco tenebroso, allá en lo muy profundo se encuentra lo que nos llevará a nuestro destino: el tren.
Comenzamos a bajar por las escaleras mecánicas, son muy extensas y empinadas. Unos escalones deteriorados, su color apenas se distingue por todas las pisadas a través de los años. La bajada por ese agujero se siente eterno, el tiempo en el mundo se vuelve lento. Ese extenso descenso me hace reflexionar sobre el símbolo de esas escaleras para los que allí viven ajetreados. Esas escaleras para ellos representan su momento de pausa para respirar y descansar de su vida tan acelerada. Allí estamos, bajando hacia el misterio, sintiendo cada vez menos la luz natural. Nos abofeteó una ola de calor por todo el cuerpo.
Llegamos al peldaño final, ya estamos en el fondo del hueco. El tiempo volvió a su ritmo, pero más acelerado de lo habitual. Hay muchas cosas pasando a la vez, que no puedes enfocarte en solo una. Me ensordece el ruido: se escucha música a lo lejos, murmullos, los pasos rápidos de los tacones y zapatos elegantes, la voz mecánica de una mujer avisando que el próximo tren arribará en 15 minutos y un fuerte chirrido de los frenos del metro tratando de detenerse.
No hay espacio para un alma más, las personas te empujan para poder seguir su camino, te sientes diminuto y todo es un caos.
Mi única reacción ante esta situación es sostener fuertemente la mano de mi hermana para no perderla, caminar a paso ligero, esquivar a todos como si se tratara de una prueba de agilidad y no perder de vista hacía donde se dirige el resto de mi familia. Luego de vivir una odisea para comprar los boletos y escuchar el bip de las maquinas aceptándolos, podemos pasar a esperar la llegada del subway.
Ya puedo observar las vías desgastadas, las paredes alrededor con mosaicos con el nombre de la estación. Observo personas sentadas en los bancos esperando, una pequeña pizarra digital de la que se escucha la voz mecánica. Todo esto sigue siendo extraño. Más rápido de lo que pensé, se escucha el fuerte estruendo de los rieles anunciando la llegada próxima del tren. Las personas se ponen de pie, algunos se les nota ansiosos, muchos se acercan a las vías y solo pienso: prepárate para lo que viene.
Se detiene. Una de sus puertas está a pocos pies de donde me encuentro y al abrirse, comienza el huracán. Personas entran y salen muy rápido, se empujan, se tropiezan, nadie se mira. Así entramos nosotros, sintiendo miedo, agobio y sosteniéndonos unos a otros para asegurarnos que ninguno se quedaría atrás.
Suena una especie de alarma, significa que las puertas se van a cerrar. Somo muchos ahí adentro. No hay asientos disponibles, no hay tubos libres para sostenerse y no puedes moverte. A solo centímetros de mi costado tengo a un desconocido, miro hacia atrás y hay otro desconocido, me siento totalmente perdida.
Entonces empezó, el tren comenzó su rumbo. Su primer movimiento es ligero como la vida de todos ellos. Si no estás acostumbrado a ese ritmo, podrías caerte fácilmente. Ahí de pie, estamos pendiente a todas las paradas para no equivocarnos y bajarnos en la indicada. En aproximadamente 30 minutos, la voz mecánica anunció World Trade Center como la próxima parada. No hubo tapones, no hubo situaciones en el camino, llegamos a nuestro destino en menos de lo esperado.
Al bajarme, aun sintiendo entre mis pies el movimiento, pienso en mi islita. Allí donde escasean las guaguas públicas, donde si no tienes vehículo propio se te es difícil llegar a donde deseas, donde el único tren urbano que hay solo recorre por tres municipios: San Juan, Bayamón y Guaynabo. Solo pienso en lo apremiante que sería uno de estos en Puerto Rico.
Excelente escrito muy cierto lo que se necesita en nuestro Puerto Rico