Por: Lisandra Torres Pedraza (lisandra.torres3@upr.edu)
«A la verdad los puertorriqueños vivimos María como una película de terror», expresó mi madre.
Son poco más que las once de la mañana, día en que el huracán María azotaba la isla.
-“Carlos, el río se está saliendo: tenemos que sacar los carros” grita mi madre desesperada. Justo cuando miro a través de la ventana, el agua chocolatada del río hacía pequeñas olas, como si estuviera tomando impulso para llegar con mayor velocidad a la casa.
Desesperadamente sacamos los carros, volvimos para subir al segundo nivel de la casa. Ya habían pasado como 15 minutos, eran tan rápido como abrir y cerrar los ojos de lo veloz que transcurría el tiempo. Mi padre observa todo a través de la puerta, sabía que tenía que salir, pero ya era tarde. Un tanto pensativo observaba cómo el río comenzaba a acrecentar. Había subido algunos cinco pies de altura, cuando de pronto se escucharon gritos aterradores:
-“Tienen que salir”, gritaba la vecina embarazada con una escalera en manos.
Justo cuando mi padre decide salir para cruzar al otro lado de la calle para ayudarla, un viento enfurecido lo lanzó al suelo; era como si el viento lo hubiera tumbado contra el piso. Ya casi eran las 11:30 de la mañana cuando llegó la calma. Supuse que era el ojo del huracán y de repente sopló el viento enfurecido. Era como de película ver todo eso, las planchas de cinc que volaban por el cielo como si fuesen una manada de pájaros volando.
Era poco más de las 12 de la tarde, cuando el ojo del huracán María transcurrió. Ese era el momento ideal para salir de las casas. Sin salir, comencé a ver los vecinos que ya habían cruzado el río con cara de tragedia, justo cuando nos vieron salir de los hogares, comenzaron a gritar: “no se queden ahí tienen que salir”. Mi padre se reusó sin antes salvar a su mejor amigo: el vecino de dos casas más abajo. En desesperación desde la casa comenzamos a gritar:
«¡¡AYUDA, AYUDA!!, en la casa de más al lado hay niños pequeños.
Corriendo se lanzaron nuevamente al río. Eran como cinco hombres que rescatarían a los niños. El tiempo está corriendo. El agua seguía subiendo. La puerta de la casa no quería abrir. Era el último intento por abrir la puerta cuando el agua enfurecida entró velozmente justo en el momento cuando lograron romper la puerta.
El rostro de cada uno relataba que habían logrado tal suceso; era como si se ganaran la lotería. Acto seguido bajamos junto a ellos. Cada mirada de los vecinos era impactante, cada uno con lágrimas en los ojos y desesperación por salvar más vidas. Cruzando el rio sentía que todo era una historia de televisión, eso solo lo veía en las noticias cuando pensaba que jamás viviría algo así.
De camino al refugio todo era como un fiestón. “El boricua siempre se las inventa para pasarla bien”, decía en mi mente. Hicieron asopao’ y hasta jugamos cartas. Era como si celebrábamos que estábamos allí, seguros, como si ningún huracán estuviera pasando en ese momento.
Eran como las seis de la mañana, cuando me desperté con las piernas temblorosas, con frío y mareos para bajar a la calle de mi hogar. Llegar era como ver una invasión de sapos, culebras y cucarachas. De repente la vecina entre lágrimas y gritos me dice: “no deberías pasar a la casa, todo se perdió”. Al llegar era como estar dentro de un río, pero con un olor desagradable.
Varios días después la calle se había convertido en la vecindad del Chavo del Ocho, con lo poco que quedaba cocinaban para todos. Improvisamos una comida colectiva. En la calle se hacían competencias de ventas de artículos dañados, certámenes de belleza con ropas llenas de bache, y así estuvimos cada día hasta que logramos reinventarnos.