Suena la alarma. Me levanto con el pecho inflado de angustiosos sentimientos. Llegó el día que menos esperaba: mis últimas horas en Puerto Rico. Comienzo a arreglarme, bueno al menos trataba, pues sin luz eléctrica a consecuencia del paso de María se me hacía casi imposible peinar mi cabello. El mismo cabello que llevaba lavando con agua de lluvia hacía un mes por escasear también este servicio. Desde temprano mi celular no paraba de sonar cada cinco minutos, pues los que sabían que me iba, querían despedirse de mí.
Algunos otros desconocían la noticia sobre mi partida, pero con lágrimas en mis ojos los comencé a llamar para que me visitaran. Comenzaron a llegar mis amistades más cercanas. Los que no sabían nada se quedaban en ‟shock” cuando veían mis tres maletas, pues con tanto equipaje, de vacaciones no era que iba. Todos sabían que la decisión de irme no había sido nada fácil, pues en nuestras charlas siempre comentaba lo mucho que amo a mi isla y que si algún día me iba a experimentar nuevas oportunidades, lo haría cuando terminara mis estudios. Pero no fue así. La vida te trae sorpresas, sorpresas te trae la vida…
Las horas pasaban muy rápido. Sentía que el tiempo no daba para compartir y despedirme de todas las personas que amo. Pero bueno, luego de recordar bonitos momentos y de llorar juntas, me fui despidiendo de mis amigas. Se hicieron más de las tres de la tarde, no quería desaprovechar ni un solo segundo. Me retoqué el maquillaje y traté de llenarme de fuerzas para no llorar más. Aun me faltaba la despedida más difícil: decir adiós a mi familia.
Primero fui a la casa donde viví los veintiún años de mi vida. Allí me esperaban mi padre y mis dos hermanos. Fue una despedida corta pues no quería prolongar ese momento lleno de muchos abrazos que me decían ‟no te vayas”. Luego fui a casa de uno de mis diecisiete tíos maternos. Allí estaba toda mi enorme familia reunida, incluyendo mi mamá en una casa sin techo, pues el huracán había volado hasta el último clavo. Sin embargo allí nos encontramos, todos unidos. El ambiente era uno de felicidad pero a la misma vez de tristeza. Todos me apoyaban, para muchas de mis tías, yo había tomado la mejor decisión.
Cuando vi la noche caer mi corazón comenzó a palpitar a cien millas por hora. Comencé a tomarme fotos con cada uno de mis familiares como si nunca más los volviera a ver. Quizás suene exagerada pero para mí el hecho de alejarme de mi familia era imperdonable. Siempre hemos sido exageradamente unidos. Ya habían pasado las seis de la tarde así que a fuerza de linterna nos fuimos despidiendo poco a poco. Esta vez las lágrimas eran menos, quizás ya no me salían de tanto llorar o más bien mi familia me había dado el ánimo que tanto necesitaba.
Regresé a la casa. Comencé a empacar los últimos trapos deseando que me cancelaran el vuelo. Se hicieron las once de la noche y era hora de partir para tomar el vuelo a las dos de la madrugada.
De camino al aeropuerto me percato que todo estaba a oscuras. No había nadie, salvo dos empleados. Entre mí decía ‟si no me voy hoy, no me voy nunca… esto es una señal″. Preguntamos y nos dijeron que todos los vuelos estaban cancelados por falta de energía eléctrica y que la línea debió habérmelo comunicado. Pero no lo hicieron, así que llamé y efectivamente mi vuelo había sido pospuesto para el día siguiente a las tres de la tarde.
Regresé al otro día tempranito en la mañana. Para mi sorpresa me topé con una fila de más de 200 personas, entre ellos niños y ancianos que esperaban para entrar al aeropuerto. Me armé de paciencia y esperé seis horas bajo el sol, de pie y con maletas en mano. Total, ya estaba acostumbrada, después de María hacer largas filas se volvió parte del diario vivir. Lamentablemente, llegó el turno de mi vuelo rumbo a Miami, Florida. En el avión no cabía ni un espíritu más, todos los asientos estaban ‟full″.