Por: José J. Rodríguez Vázquez, catedrático Programa de Estudios Iberoamericanos, Departamento de Ciencias Sociales, UPRA
«La cuestión es la historia misma, y si significa algo o no significa nada, no es la historia quien ha de decidirlo». Paul Auster, Ciudad de cristal.
Durante las primeras dos décadas de la segunda mitad del siglo XX (1950-1970), Arecibo era una ciudad con un comercio dinámico que disfrutaba del proceso de modernización que venía dándose en Puerto Rico. Formaba parte, a lo largo de todo ese siglo,de las cuatro principales ciudades de la Isla y se había beneficiado, primero, de la paradoja azucarera de riqueza y pobreza sumida en el tiempo muerto, pues poseía dos importantes centrales azucareras y, con posterioridad, de la extensión por el llano costero del norte del fenómeno industrial. Además, como ciudad portuaria tenía un lento, pero no por eso poco significativo flujo comercial. Esas condiciones geográficas y económicas la convertían en el lugar idóneo para instalar un proyecto de educación superior que irrigara el campo cultural de la zona porque Arecibo era, además de ciudad y municipio, cabeza de un distrito colocado en el tránsito entre las unidades universitarias de Río Piedras y Mayagüez.
Temprano en la década del sesenta, la Asamblea Legislativa de Puerto Rico había ordenado a las autoridades universitarias, encabezadas por el entonces rector del Recinto de Río Piedras de la Universidad de Puerto Rico, Jaime Benítez, que elaborara un plan de expansión institucional y de reforma universitaria que llegó a concretizarse en la Ley Número 1 del 20 de enero de 1966. Entre las medidas para consolidar el sistema universitario público estaba la de crear nuevas unidades orientadas hacia carreras cortas o técnicas, desde donde también sería posible que los estudiantes que así lo desearan pudiesen trasladarse a los centros mayores de Río Piedras y Mayagüez para terminar sus bachilleratos.
Como parte de ese proyecto de reforma educativa, Benítez contrató como asesor al último gobernador norteamericano en Puerto Rico, entre 1941-1945: el economista y académico Rexford Guy Tugwell. El exgobernador laboró en la universidad, entre 1961 y 1964, y fue uno de los arquitectos del desarrollo del sistema universitario. Es evidente que la población del distrito, los recursos económicos y las transformaciones que venían sucediéndose en la región norte-central constituían factores para auspiciar la fundación de una institución educativa al tiempo que las autoridades políticas y universitarias consideraban que era el momento propicio para acrecentar y diversificar la educación superior en el País.
A partir de la creación del Colegio de Humacao (1962) y de la nueva Ley Universitaria, llegó el momento para la fundación de los Colegios de Arecibo y Cayey, ambos en 1967. La unidad de Arecibo, que comenzaba a materializarse, tenía sus fundamentos en el ambiente universitario, pero, sin lugar a dudas, contó con el apoyo de las autoridades municipales de la región y de los poderosos intereses industriales atraídos por la necesidad de encontrar una mano de obra disciplinada y profesionalmente capacitada.
El primer director-decano del Colegio de Arecibo, Roberto Rexach Benítez, contaba con la experiencia de haber ocupado esa posición en el Colegio de Humacao. Desde allí vino acompañado por un grupo de importantes estudiosos latinoamericanos -entre los que destacaban los profesores Julio y Marta Ameller, Pedro y Ana María Tour, Andrés y Margarita Avellaneda, María Nélida González y Enrique Hernández Corujo – lo que le dio a la institución una perspectiva cultural transnacional que acompañó a una joven y entusiasmada generación de académicos puertorriqueños.
Para la década de 1960, Arecibo era una ciudad costera atravesada por la carretera número dos. Ésta era una de las principales vías de tránsito del País y se extendía a lo largo del noroeste de la Isla. Su entrada, viniendo desde San Juan hacia el oeste, era solo una y la ciudad comenzaba en la ribera del Rio Grande de Arecibo. Ahí, en el borde que daba comienzo a la urbanidad, tomando hacia el lado derecho luego de superar el puente sobre el Río, existía la comunidad que recibió a la universidad.
El barrio Buenos Aires, era una zona de edificios y casas que ofrecieron los espacios para acoger las oficinas administrativas, los salones de clases y la biblioteca, y hospedar a un grupo de estudiantes que buscaban ahorrar dinero y tiempo evitando tener que transportarse todos los días desde sus hogares a la nueva universidad. Esta geografía urbana favoreció la producción de una animada vida universitaria.
La Administración de Colegios Regionales se creó en 1970, es decir, con posterioridad al funcionamiento de los primeros Colegios. Mientras tanto, las unidades iban creciendo y en el caso de Arecibo, allá para el 1974, el Colegio Regional se trasladó desde el Barrio Buenos Aires a las que todavía hoy son sus facilidades físicas en el Barrio Hato Abajo, Sector Los Santos. El nuevo campus resultó impresionante: la estructura se alzaba sobre una loma ubicada en una finca rodeada de pequeñas pendientes desde donde era posible mirar, conmovido por cierta sensación de asombro, el litoral norte de la Isla. Desde lo alto se apreciaba el mar y nuestra cordillera central, y tendida, en lontananza, la ciudad.
No obstante, no todo fue ganancia y algunos comenzaron a percibir cierta sensación de aislamiento según se desvanecían los flujos y los ruidos de la ciudad. El nuevo Colegio, paradójicamente, estableció una frontera porosa con la comunidad aledaña que ha hecho difícil la formación de un ambiente universitario vivo y en constante renovación. Por eso, fundirse en la sensibilidad de los que la habitan, tornarse casa, allegarse a los vecinos, ha sido una apuesta contra las fuerzas que pretenden reducirlo a zona de contactos cuando se está de paso o a espacio amurallado.
En su Historia del siglo XX, 1914-1991, Eric J. Hobsbawm divide el período posterior a la Segunda Guerra Mundial (1939-1945) en dos momentos medulares que denomina la edad de oro y el derrumbamiento. Es posible insertar en su modelo expositivo, la historia de Puerto Rico y hablar del auge y la crisis del proyecto modernizador que comenzó, económicamente, con la instalación de una industrialización sustentada en las inversiones de capital estadounidense y, políticamente, con la creación de un nuevo modelo jurídico-político de organizar el gobierno de la Isla y sus relaciones con los Estados Unidos que adoptó el nombre de Estado Libre Asociado. Industrialización y orden jurídico vinieron acompañados con el anhelo de expandir la educación superior universitaria.
No se puede entender el ambiente universitario en general y los primeros doce años de existencia (1967-1979) del Colegio Regional de Arecibo si se olvida que se trató de una época caracterizada por importantes luchas políticas y sociales, tanto a nivel nacional como mundial.
Desde el ámbito internacional hay que reconocer que impactaron la vida puertorriqueña y que la Universidad no fue, como aspiraba el rector Benítez, una “casa de estudio” ajena a estas influencias: la Revolución Cubana y su definición como proyecto socialista, la Guerra de Vietnam, los movimientos estudiantiles que se desataron en países como México, Francia y los Estados Unidos, y las acciones de los afrodescendientes norteamericanos, los hippies y el movimiento feminista, entre otros.
La juventud universitaria puertorriqueña -según empezaban a manifestarse las fisuras de la “Operación Serenidad” que había promovido el populismo muñocista políticamente hegemónico desde la década del 1940- comenzó a formar parte de un debate público. Amenazada por la guerra y sus secuelas, y tomando como modelo el nacionalismo socialista cubano y otras perspectivas críticas que develaban los nudos sociales que había intentado ocultar el liberalismo político del grupo gobernante, optó por enfrentar la más visible expresión de la presencia militar estadounidense en el espacio universitario, el Reserve Officers Training Corps (ROTC), y rechazar el servicio militar obligatorio.
Por otro lado, los cantos a la modernización comenzaron a desentonar y fueron anulándose frente a la contundencia de una realidad difícil de enmascarar. La industrialización forjadora de una “clase media” urbana alfabetizada no fue un “milagro” generalizado y la desigualdad continuó, aunque arrinconada en arrabales, barrios pobres y caseríos. La lucha fue económica y política, es decir, social e ideológica y jugaron un papel importante en ella los trabajadores, los intelectuales, los estudiantes y los sectores populares.