Islote: Donde el mar susurra y la tierra persevera

Esta mañana desperté con mucha normalidad y sin grandes expectativas sobre mi viaje por recorrer. Tenía que ir a Islote y no sentía muchas ansias, ¡pero qué sorpresa me lleve!

Al llegar a Islote a las 8:13, sentí como si el mundo hubiera reducido su velocidad. La paz del lugar, el murmullo del mar y el vaivén de las palmas me envolvieron en una tranquilidad que casi parecía mágica. Desde el primer vistazo, quedó claro que este pequeño rincón del norte de Puerto Rico es un tesoro: un contraste perfecto entre montañas imponentes y playas de arena fina. La fauna y la flora, exuberantes y coloridas, parecían rendir tributo a la naturaleza en su estado más puro. Islote no era solo un lugar; era una obra de arte viva.

Las personas de Islote comparten un profundo amor por su barrio. Es evidente en la manera en que cuidan cada rincón, como si fuera una extensión de ellos mismos. Sus manos trabajan la tierra, preservan las costas y transmiten historias de generación en generación. Caminé por las calles y probé su variada gastronomía, un viaje de sabores que mezclan recetas ancestrales con el ingenio moderno. Pero Islote es más que comida o paisajes; es un refugio, un lugar que ofrece paz en un mundo ruidoso.

Decido aventurarme a lo alto de una roca sobre el mar, una de las experiencias más significativas del viaje. El ascenso fue arduo, pero cada paso me llevaba más cerca de una vista que prometía quedarse conmigo para siempre. Al llegar a la cima, el aire fresco parecía cargado de historia y orgullo. Desde allí, se desplegaba un panorama en el que las montañas abrazaban al mar, y el horizonte parecía infinito. Entre las rocas, una tradición de medeio siglo cobra vida: alzar la bandera de Puerto Rico en la isla de roque. Vi cómo un grupo de locales llamados amigos de la bandera la colocan en una piedra cada año, un acto simbólico para honrar a la patria. Unos aplaudían, otros miraban en silencio, pero todos sentían el peso de ese momento.

Sin embargo, esa vista tiene un enemigo, un villano silencioso: el mar. Pero no es el mar como un amigo que calma y refresca. Es un mar reclamando lo que considera suyo, avanzando con fuerza y determinación. La erosión ha comenzado a devorar las costas de Islote, dejando cicatrices visibles en los acantilados y las playas. Cada ola parece un golpe, un recordatorio de que el tiempo y la naturaleza siempre tienen la última palabra.

“Antes, esas palmas estaban más lejos de la orilla”, me comentó un anciano que descansaba cerca de la playa. Sus ojos hablaban de tristeza y resistencia. “El mar nos está ganando, pero no nos rendiremos”.

Caminé por la costa y vi las marcas de la erosión: playas más estrechas, árboles cuyas raíces quedaban al descubierto, piedras erosionadas que antes eran sólidas. El mar era un villano paciente, implacable y astuto. A cada paso, parecía susurrarme su historia, la de un gigante que no se detendría hasta recuperar el territorio perdido.

Esa noche, mientras el sol se oculta, comprendo que Islote es un lugar de lucha. No solo contra la erosión, sino también por mantener viva su esencia. El contraste entre su belleza y el peligro inminente hace que su historia sea aún más profunda. Islote no es solo un paraíso; es una resistencia contra el mar que avanza, una batalla entre lo efímero y lo eterno.

Al marcharme, me llevé la imagen de la bandera ondeando en lo alto de la montaña, un recordatorio de que, aunque la naturaleza tenga su curso, el espíritu humano es inquebrantable. Islote me enseñó que la verdadera belleza no solo está en lo que vemos, sino en lo que luchamos por preservar.

Author: Fabian Bonilla

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