La autenticidad en el baloncesto

El primer juego siempre será el más recordado. No importa cuántos vengan después, cuántas rivalidades se vivan, ni cuántas veces se repita la rutina de entrar a un coliseo con boleto en mano. La primera vez que uno ve su deporte favorito jugarse ante sus ojos, sin pantallas de por medio, sin retrasos de transmisión, sin narradores que te expliquen qué ocurre… esa primera vez queda guardada en un lugar privilegiado de la memoria. Por eso, cuando entré al Coliseo de Arecibo aquella noche del 25 de junio de 2025, supe que algo en mí iba a cambiar. Era mi debut como espectador del BSN, un duelo entre los Capitanes de Arecibo y los Vaqueros de Bayamón, cerca de las siete y media de la noche. Además de un juego, para mí era el inicio de un recuerdo que jamás se borraría.

Lo primero que me golpeó fue el sonido. No era un coliseo lleno a capacidad, le faltaban asientos ocupados aquí y allá, pero sonaba como si estuviera explotando por dentro. Un 80% de sillas llenas, pero un 200% de ruido. Las bocinas lanzaban música vibrante, las conversaciones se mezclaban con risas, pasos, gritos y el eco de balones rebotando durante el calentamiento. El aire olía a mezcla de comida frita, madera barnizada y popcorn acabado de hacer; era ese olor particular de los coliseos: un olor a emoción acumulada.


Entonces luego lo vi, tan cerca que, por un momento, olvidé que eran jugadores profesionales, que habían estado en la NBA, que millones habían visto sus carreras por televisión. JaVale McGee, siete pies de altura, caminando con una calma sorprendente; Danilo Gallinari, concentrado, con ese aire europeo elegante; y Brandon Knight, cuya presencia bastaba para encender a los fanáticos. Verlos tan cerca, sin distancia de pantallas, sin ese filtro que da la televisión… fue casi irreal. La autenticidad de ese instante me hizo entender que este deporte, mi deporte favorito, siempre se vive mejor desde la cercanía.

Cuando el juego comenzó, el sonido del balón golpeando el tabloncillo me erizó la piel. Era un sonido limpio, seco, uno que jamás se siente igual en la TV. Los zapatos chirriaban como si cada jugador estuviera acelerando su vida a cada paso. Los gritos dentro de la cancha eran más crudos: instrucciones, frustraciones, celebraciones. Todo era más directo, más humano. Sentía que estaba dentro de la acción, aunque estuviera desde mi asiento.

Arecibo nunca decepciona en ambiente. A mi izquierda, los fanáticos de los Capitanes cantaban y se levantaban a cada jugada grande. Sin embargo, fue algo en la parte superior izquierda del Coliseo lo que le añadió un sabor especial al partido: un grupo de fanáticos vaqueros, vestidos de azul y amarillo, cantando, bailando, tirando pasos, haciendo retumbar los escalones. Su energía le daba un contraste perfecto al ruido local, como dos ritmos compitiendo por el mismo coliseo. Aunque eran visitantes, su presencia hacía el ambiente más emocionante, casi tribal.

Mientras más avanzaba el juego, más entendía la magia de verlo en vivo. No estaba analizando sistemas ofensivos ni defensas. No estaba pendiente a estadísticas, solo estaba viviendo. De principio a fin, mi emoción fue creciendo con cada corrida de puntos, cada triple intentado, cada jugada que ponía al público de pie. Era felicidad pura, casi infantil, como si estuviera viendo el mundo por primera vez.

Llegó el medio tiempo. Todos comenzaron a pararse para buscar comida, estirar las piernas, tomar aire. Yo me quedé unos minutos quieto. Observé el tabloncillo casi vacío, la gente caminando, los vendedores corriendo de un lado a otro, las luces brillando sobre el parque. Me quedé simplemente apreciando. Era mi primera vez allí, y no quería perderme ni un segundo. Luego me levanté y caminé por los pasillos, saludando a amistades y conocidos. Hablamos del juego, de las figuras en cancha, del ambiente, como si cada uno estuviera reviviendo la misma emoción desde ángulos diferentes.

No obstante, nada se compararía al final. Faltaban 10.1 segundos; el marcador, Bayamón 79, Arecibo 75. Acababan de pitar una falta técnica a los Vaqueros y Brandon Knight se preparaba para tirar un libre que podía acercar aún más a los Capitanes. La adrenalina en mi pecho era indescriptible. No tenía experiencia previa en juegos profesionales, pero mi cuerpo parecía haber esperado este momento toda la vida. Knight metió el tiro, dejando el juego a 79-76. El coliseo explotó.

Nate Higgs se la pasó a Knight con 8.5 segundos en el reloj. Mi corazón latía a mil millas por hora. El Coliseo rugía a más no poder.

Knight se movió hacia su derecha, se elevó para el triple. Todos, absolutamente todos los fanáticos de los Capitanes, cruzaron los dedos. La bola salió de sus manos como si el tiempo se hubiera detenido. El sonido del ambiente desapareció por un instante, y, falló. Arecibo tomó el rebote ofensivo, tuvieron una segunda oportunidad, otro triple… otra vez el silencio momentáneo, y nuevamente, falló. Bayamón aseguró el rebote final, la bocina sonó. El final fue, Bayamón 79 – Arecibo 76.

El juego se decidió en los últimos segundos. El tipo de final que uno espera toda la vida para vivirlo por primera vez. Sentí una mezcla indescriptible de intensidad, alegría, asombro y gratitud. No importaba quién hubiera ganado; lo que importaba era que yo había estado allí, respirando esa emoción, vibrando con cada jugada, sintiendo cada segundo como algo irrepetible.

Mientras salía del Coliseo, todavía con el eco de los gritos en los oídos y la adrenalina corriendo por todo mi cuerpo, pensé en algo simple pero poderoso, “el primer juego siempre será el más recordado”. No porque haya sido perfecto, ni porque lo haya ganado mi equipo, sino porque fue el primero. El más fresco que estará en mi memoria. El que me hizo sentir como un niño viendo el mundo por primera vez. Esa autenticidad, esa emoción pura… es algo que jamás se repetirá de la misma manera.

Shawn Perez
Author: Shawn PerezSoy un estudiante de segundo año en el Departamento de Comunicacion Tele-Radial en la Universidad de Puerto Rico en Arecibo.

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