¿Cómo se estira el dólar cuando ya no da? Esa era la pregunta que me realizaba de camino a un supermercado en un concurrido centro comercial en Hatillo. Estacioné la guagua, agarré un carro de compras y entré. Me sentía entrando a un hotel, entre la combinación de la iluminación y su vestíbulo. Solo había dado unos cuantos pasos dentro de aquel edificio y ya el frío dominaba mi cuerpo. Iba destinado a realizar una pequeña compra. Ya había realizado una la semana anterior, pero me faltaban algunas cosas.
Continué caminando y llegué al pasillo de los vegetales. Los vegetales, antes frescos y coloridos, ahora estaban marchitos y pálidos, como si hubieran perdido su vitalidad. ¿Qué es esto?, fue la primera pregunta que me realicé. Mientras agarraba unas cuantas cebollas moradas que me quedaban a mi izquierda, miraba los precios de los artículos alrededor.
Lo que encontré dentro de aquellas cuatro paredes fue una realidad impactante que me golpeó con fuerza. El enemigo del bolsillo boricua había llegado al reino de los alimentos, y los precios se habían inflado como un globo. Como un animal herido, la gente caminaba cabizbaja, sin energías y con una cara de desesperación. Estaban sintiendo la presión de la crisis económica en sus bolsillos.
El 2022 concluyó con una inflación promedio de 6.1%, la más alta en, al menos, 15 años. Según el Índice de Precios al Consumidor (IPC), en los últimos 12 meses los precios de los alimentos aumentaron 11.0%.
Mientras seguía avanzando por el supermercado, mi mente se llenaba de preocupación e incertidumbre. Cada góndola que miraba, cada producto que cogía en mi mano, aumentaba mi inquietud. ¿Cómo es posible que los precios hayan subido tanto en tan poco tiempo?, era lo que me preguntaba.
Llegué hasta una nevera repleta de huevos. Ahí estaban, más caros que nunca. Me negaba a pagar $6.00 por una docena, aun así, los cogí. Solo bastó una docena de huevos para entender que los alimentos a precios elevados son como diamantes comestibles.
Seguí desplazándome hasta llegar a la leche. Una boleta pegada en la puerta de cristal me gritaba $6.97. Ese era el precio del galón de leche que me iba a llevar. Miré la fecha de expiración y lo añadí al carrito que ya tenía más de una docena de artículos. Así como pesaba ese galón, me pesaba la mente al pensar en lo caro que todo estaba.
Llegué al pasillo de las carnes. Sentí unos murmullos cercas. Una señora con una mirada profunda, traje verde, anteojos color oro y una mascarilla que tapaba su cara, me observa y dice: Ay mijo, todo está tan caro. No sabía que responder, solo moví la cabeza y afirmé a lo que me había dicho. Algo me decía que ella también estaba en la misma situación, no saber si seguir añadiendo al carro. Cogí un paquete de chuletas, una bolsa de pechugas y carne molida.
La carne, un alimento básico para muchas familias, ahora parecía ser un lujo fuera del alcance de la mayoría de las personas, con los precios que se han duplicado en algunos casos. Incluso los alimentos básicos como el arroz y los granos, que antes se consideraban asequibles, han experimentado aumentos significativos en su precio.
La lista que llevaba ya tenía más tachones que letras, solo me faltaban cuatro artículos: jamón, queso, mantequilla y yogur. Como acostumbro a hacer, solo visité los pasillos que entendí necesario. Solo quería salir de ahí. Unos minutos en este lugar bastaron para preocuparme y dejarme pensando en que será de nosotros en unos años si continuamos con esta tendencia.
Descubrí que no solo los alimentos frescos eran los afectados. Los productos enlatados, los cereales, los aceites y hasta los antojitos del pasillo de los dulces estaban más caros que nunca. Bastó con caminar unos treinta minutos para comprender lo que pasaba.
En el ambiente se sentía tensión y preocupación. Las personas caminaban apresuradas, como si estuvieran en una carrera contra el tiempo, tratando de llenar sus carritos antes de que los precios subieran aún más.
Ya estaba cansado. Caminé en dirección a las cajas registradoras. Solo faltaban dos personas en la fila para que llegara mi turno. De solo pararme frente a la cajera, el frío que dominaba mi cuerpo desapareció. ¿Método de pago?, pregunta la cajera con un tono malquisto. ATH, le respondo.
Mientras la cajera escaneaba cada artículo, el pip que sonaba a todo volumen se me incrustaba en la cabeza. La cajera escaneaba y yo empacaba. Las pobres bolsas reutilizables que llevaba ya no aguantaban una compra más. Caballero, tiene un total de $179.85, dice la cajera. Miré las cuatro bolsas, no había tanto, solo había unos pocos artículos; incluso quedaba espacio para un poco más. No podía creer el total. Pensar que, en unos huevos, algunos granos, uno que otro vegetal, leche, jamón, queso, pan, arroz, mantequilla y alguna que otra carne “en especial”, había sumado a semejante total.
Al salir del supermercado, sentí como si hubiera pasado por una experiencia traumática. La preocupación por el aumento de los precios de los alimentos y la inflación había tomado control de mi mente. Había confirmado que ya no era solo una preocupación personal, sino algo que afectaba a todos. Como si estuviéramos en medio de una tormenta, donde el aumento de los precios y la inflación nos golpeaban sin piedad.
Salí del supermercado con un nudo en la garganta y una sensación de impotencia. La realidad de la inflación y el aumento de los precios de los alimentos me había golpeado con fuerza.