Por: Ilian Y. Morales Colón
Abren la puerta y caes a una velocidad de 120 millas por hora. A 10,500 pies de altura, tu cuerpo cae al vacío. La capacidad del aire, desea desprender la piel de tu cara. Solo piensas en una imposibilidad: detenerte. Con alguien amarrado a tu espalda y un jalón que te saca hasta el alma, sale el paracaídas. Comienzas a sentirte como un ave, volando libre, sin rumbo. Te liberas de todos tus males, te desahogas, gritas. Miras el mundo desde otro ángulo, desde el cielo.
Una tarde soleada, luego de subir más de cinco minutos, hacia el cielo, la avioneta comienza a bajar la velocidad. El instructor, un hombre joven, de piel trigueña, que está amarrado con un fuerte equipo de cuerdas a tu cuerpo, te mira, sonríe y abre la puerta del avión. Recibes un cantazo de aire frío, comienzan los nervios y piensas que no vivirás para contarlo. Fui la primera en saltar de la gran ave blanca. Con un grito de miedo, dejé a flote toda la adrenalina que sentía en ese instante. Varias maniobras en el aire dimos Felipe -el instructor-, y yo.
De momento dejas de presentir terror y comienzas a liberarte, a disfrutar. Una sensación de paz.
Mientras desciendes sientes que tienes alas. Entre las nubes miras las calles. Las personas y los carros parecen pequeñas hormigas revueltas en su hormiguero. Los techos de los hogares todavía pintados del color azul.
Antes de saltar al vacío, a una velocidad de 120 millas por hora, debes firmar un contrato. Ahí se expone una de las premisas que mayor temor causan: no se hacen responsables por cualquier percance, incluso por una muerte. Un escalofrió es lo que se siente leer esas palabras. Pensaba en mi familia y en mi hijo, pero decidí emprender la misión, porque si no lo hacía ese día, no lo haría nunca. La vida se trata de atreverse e intentar y hacer todo lo que puedes.
Con tu cuerpo flotando, los brazos y las piernas extendidas mientras sientes volar, lejos del bullicio, del ajetreo de la vida, lejos de todo. Observas con detenimiento, el mar, las montañas, el cemento, todo está ahí debajo de ti. Qué bonito se ve el azul del mar, qué bonito se ve el verdor de los campos, y qué triste se ve el azul de los toldos en los techos de las casas!
Poder observar con detenimiento cada ángulo y espacio de tu tierra. Mirar con ojo de águila el suelo que pisas a diario. Donde todos trabajamos y vivimos. La tierra que quedó destruida hace unos meses atrás, pero que ya da el fruto que nos alimenta y el agua que nos llena. Como un falcón volando sin aletear, observando cada movimiento. Sonriendo y sintiendo la caricia del viento en tu cabello.
Junto a un desconocido, que en ese momento forma parte de ti, parte de tu cuerpo; y te guía entre las sábanas blancas que arropan los cielos. Una vez en el aire todo miedo se va. Aunque realmente el miedo es un instinto de supervivencia, que todos tenemos. Son muchas las emociones antes y durante el salto. Grandes decisiones en pocos minutos. Pero todo lo haces con la certeza de que estas haciendo algo especial, y luego de hacerlo no volverás a encontrar que tu vida sea la misma.
Al tocar suelo, luego de pasar segundos dispensado en el aire, volando en paracaídas. Piensas que has tenido la mejor mezcla de sensaciones, miedo, adrenalina, emoción y paz. Admirar el bello paisaje desde lo alto, es algo espectacular. Todo lo que viví aquella tarde soleada se ha quedado en un recuerdo emocionante, que volvería a revivir en cualquier momento.