Por Luis Joel Méndez González (luis.mendez15@upr.edu)
La nubosidad del día no es suficiente para ocultar su apariencia a olvido: letreros tendidos con olor a tiempo perdido por causa de la humedad, verjas verdes ahora mohosas por el impredecible clima del monte.
La Escuelita Cerro Gordo Lao es el espejismo de un pasado que fue distinto. El recorrer de las manecillas del reloj ha pasado factura sobre este plantel que, en el 2015, trancó sus portones por última vez.
El hedor a excremento de caballo se ha apoderado de los alrededores de esta escuela que, para sorpresa de muchos, fue una de las más de 500 cerradas desde el año fiscal 2015-2016 hasta el 2018-2019.
Escondida entre las montañas sobre las que se encuentra elevado el barrio Cerro Gordo, ubicado en el Municipio de Moca, fue el lugar en el que se educó durante más de cuatro décadas a miles de niños.
Por eso, es común oír relatos de familias enteras, que, durante generaciones, cursaron estudios en el pequeño plantel. No era para nada extraño que te topases con una maestra que te dijese:
“Yo le di clases a tu papá, eres idéntico a él”.
Recuerdo que durante los seis años en los que estudié en la escuelita, la fila para el almuerzo era larguísima. Decenas de muchachos discutían entre sí porque querían comer pizza antes de que solo quedaran migajas.
El comedor en el que alguna vez comieron, hoy, se encuentra totalmente destruido. En su interior, un espeso manto de hongo blanco cubre el suelo, vastas cantidades de agua inundan el área y bejucos largos bajan del techo hasta adherirse a las paredes.
Pienso por un momento en mi hermanito de ocho años a quien todos los días mi madre tiene que llevar a las 6:30 de la mañana a otro plantel, localizado a unos 15 minutos en automóvil de nuestra casa.
Los equipos electrónicos que alguna vez fueron utilizados se encuentran totalmente hecho pedazos. Fotocopiadoras, impresoras y computadoras marca “Toshiba” y “Hewlett-Packard” cuyas piezas puedo patear o agarrar con la palma de mi mano.
Mis fosas nasales se intoxican por un fuerte olor cítrico proveniente de un pequeño charco de tinta roja, verde y azul. Me arrodillo, palpo la sustancia y veo dos o tres marcadores marca “Expo” tirados a poca distancia de un pedazo de metal viejo, mohoso y frío.
“¿Por qué los maestros tenían que esperar durante meses para que el Departamento de Educación les enviase una nueva caja de marcadores, cuando ahora, se encuentran desparramados por todas partes?” – me pregunto.
Estando de rodillas observo que una pizarra de tiza se encuentra totalmente embuchada por el agua, papel tapiz con dibujos infantiles permanece intacto; el salón en el que me encuentro no tiene techo.
Los fuertes vientos del huracán María arrancaron con ira la madera que cubría varias partes de la estructura. En donde antes se encontraba la oficina del director, ahora, solo entran insectos, sol y sereno.
En el mismo lugar, todavía permanece clavado en la pared un diploma otorgado el 13 de octubre de 2011. Pese a la distancia, logro leer que fue otorgado por el exgobernador, Luis Fortuño, por las “excelentes ejecutorias y logros alcanzados (por la comunidad escolar)”.
Y es que pocos niegan que durante el tiempo en el que permaneció abierto, éste sirvió al barrio de diferentes maneras. Nunca olvido que durante el mes de marzo siempre acostumbraban a realizar un “movie-night”, en el que recolectaban fondos para los graduandos de sexto grado.
Los del barrio con solo llegar «acicalaos», pagar un dólar y sentarse en el lugar que les apeteciese, disfrutaban de una buena película de comedia, muñequitos o drama bajo las estrellas.
El sol golpea mi rostro a eso de las 12:48 del mediodía. Mi hermano se encuentra conmigo y me dirijo con él hacia la cancha de la escuelita. Él camina sobre las líneas que bordean el lugar favorito de los que juegan básquet. La pintura color amarillo, verde y vino no se ha desgastado con el paso del tiempo.
Me siento en un banco de cemento sostenido por cuatro cajas de plástico. Frente a mí, permanece en pie un árbol repleto de flores que recuerdo haber visto cuando entré por primera vez al plantel hace más de 10 años.
Mi hermano me mira desde el otro lado de la cancha con su rostro sudado y me dice:
“Joy, ¿aquí estudiaste?”.
“Sí bebé, durante mucho tiempo, este fue mi lugar favorito”.
Una tenue brisa con olor a monte azota el árbol, flores caen delicadamente sobre el suelo y poco a poco la nubosidad se esfuma. La apariencia a olvido de la que durante tantos años el árbol ha sido testigo, pasa a esfumarse por un instante que parece ser eterno.