Hoy me desperté a las 6:00 de la mañana, como siempre, para atender a mis seis perros, cuatro pájaros, ocho gallinas y unos 150 peces que tengo en mi hogar. Sin embargo, en esta ocasión había un propósito distinto. Me preparé para visitar un lugar que trae consigo una mezcla de recuerdos y emociones, un espacio de singular belleza natural y, lamentablemente, de creciente conflicto: la Cueva del Indio en el barrio Islote de Arecibo.
A las 8:03 llegué al lugar. La mañana estaba fresca y nublada, el aire lleno de salitre, y la brisa marina daba la bienvenida a cualquiera que apreciara la naturaleza. La escena era tan majestuosa que bien podría haber sido extraída de una película. Este pedazo de costa es un testigo silencioso de la historia y cultura de Puerto Rico, y al observar la playa, el sentimiento de pertenencia y nostalgia me invadió. Sin embargo, esa paz no duró mucho.
Varios minutos despues, a eso de las 8:30am, 28 estudiantes de la única escuela operativa en Islote, la Escuela Angélica Gómez, junto a cinco maestras y el geólogo, Dr. Pablo Llerandi, llegaron llegó al lugar. Iban acompañados de las profesoras de la UPR: Hildamar Vilá y Natasha Sagardía, encargadas de este proyecto enfocado en la resiliencia cultural del barrio y el cambio climático. El entusiasmo del grupo era palpable, un contraste marcado con la sombría realidad que nos rodeaba. Mientras, el Dr. Llerandi ofrecía una charla a los estudiantes y el grupo de Tinta Digital junto a la profesora Platt, caminamos juntos por la zona, explorando las maravillas de la reserva y al mismo tiempo, topándonos con una realidad difícil de aceptar.
Allí, en plena playa, observé una estructura que no debía estar allí. La construcción de una casa, levantada con una indiferencia que sólo el dinero y la falta de respeto por la tierra pueden justificar. Este terreno, que debería ser público, ha sido usurpado por manos privadas, en una muestra más de la amenaza que enfrentamos: el empuje incesante de los poderosos que buscan adueñarse de lo que no les pertenece, bloqueando el acceso a las playas, creando rampas ilegales y alterando el paisaje natural para su propio beneficio.
La propiedad en cuestión, que pertenece al neurólogo, Dr. René Campos Cardona y a su familia, ha sido el centro de controversia por su construcción, que carece de los permisos adecuados, según denunció el grupo Defendiendo La Cueva del Indio DCI-681. No es el único caso, pues en Cabo Rojo, Samuel Figueroa Vicenty ha sido denunciado por desarrollar una rampa ilegal hacia el mar en Joyuda, aparentemente para favorecer su propiedad y lucrarse a través de plataformas de alquileres cortos, como Airbnb. Son solo dos nombres entre muchos, ejemplos claros de cómo el litoral puertorriqueño ha sido explotado y privatizado.
El Departamento de Recursos Naturales y Ambientales (DRNA) ha emitido órdenes de cese y desista en ambos casos, pero las construcciones persisten. La impotencia de los vecinos y activistas es evidente. ¿Cómo puede una isla, cuya identidad se teje junto a su costa, permitir que estas prácticas sigan destruyendo su esencia?
Mientras recorría la costa junto a mi grupo de Tinta Digital y observaba la belleza de la Cueva del Indio, una oleada de emociones me envolvió. Mi amor por Puerto Rico se hacía más palpable con cada paso, cada sonido de las olas, cada soplo de la brisa salada que acariciaba mi rostro. La playa, que en otros momentos me ha traído recuerdos amargos, hoy me recordó la grandeza de nuestra isla y todo lo que significa para nosotros. Esta actividad no solo me permitió ver de cerca el valor de nuestro patrimonio, sino también me reafirmó mi compromiso de protegerlo. Entendí que mi amor por Puerto Rico no es una simple declaración, es una responsabilidad.
De regreso al punto de entrada, el grupo de estudiantes escuchaba atento mientras se les explicaba cómo el cambio climático y la erosión costera se agravan por estas prácticas. Para ellos, aprender sobre el impacto de estas acciones es vital, ya que el futuro de la isla depende de su capacidad para proteger estos espacios sagrados. Los niños prestaban atención y a su vez respondian preguntas, su inocencia aún intacta ante la corrupción y los abusos que nosotros, los adultos, ya conocemos demasiado bien.
Esta escena, esta mezcla de asombro y desazón, resume un sentimiento que cada vez se extiende más: Puerto Rico no se vende. Las playas, los espacios naturales, no son mercancía ni propiedad de unos pocos. Son lugares que pertenecen al pueblo, que reflejan nuestra historia, y deben permanecer accesibles para todos.
Al caer la tarde, regresé a casa con la esperanza de que, aunque el panorama parezca desolador, la resistencia persista. Tal vez estos jóvenes, inspirados por lo que aprendieron hoy, se conviertan en la voz que necesitemos para frenar esta ola de privatización. Puerto Rico es de todos y, mientras haya quienes luchen por defenderlo, siempre existirá la posibilidad de preservar su espíritu.