Por: Rachel Colón Sáez (rachel.colon@upr.edu)
Puerto Rico: 4:00 pm
Son las cuatro de la tarde en Puerto Rico, corre el 2005 y una invasión que desconoce la razón. Tengo diez años y soy estudiante de la escuela Carmen Noelia Peraza de Hatillo. Al otro lado del mundo, en el suroeste de Asia en Iraq con siete horas de diferencia, se encuentra él. Allá son las once de la noche. Él se levanta y se viste con el uniforme que lleva el parcho de la bandera de las 50 estrellas en el brazo derecho.
Ya llevo varios meses sin verlo desde aquella mañana de junio del mismo año que lo despedí con mami y Raiza, mi hermana mayor, en el aeropuerto de San Juan. Desde el Océano Atlántico pienso en su mirada de ojos café y su anillo limbal de color azul.
Mi madre me llama a la mesa. La cena está lista. Me espera el arroz con habichuelas rosadas y las chuletas fritas con el sabor tan gustoso que hace chupar los dedos. Para completar el banquete, no pueden faltar esos amarillos dulces que había comprado de la guagüita cerca de casa.
Disfruto de este manjar mientras él va en busca de suministro para hacer un turno de 12 horas consecutivas. ¡Y yo que me quejo de siete horas en la escuela! Sus tareas son mucho más que multiplicar 2×2. Al realizar los quehaceres pienso en el día en el que lo volveré a ver. Pero nunca imagino en lo que pasaría entremedio de este instante y el momento de verlo entrar por la puerta de casa.
Iraq: 11:00 pm
Salen cuatro vehículos militares del gate de la base militar, Camp Liberty. En uno de ellos voy con cuatro compañeros abordo. Todos extrañamos los pasteles de Navidad. Gomito (Gómez) el conductor, Ruffat el sargento a cargo, Higgins el doctor y yo vamos a comenzar nuestro turno. En ocasiones también nos acompaña Key Jay, el intérprete iraquí.
Dentro del vehículo yacen las armas, las raciones y la neverita con el agua y el Gatorade, que no puede faltar. El calor es asfixiante de por sí, a cada rato tengo que secarme las gotas de sudor de la frente. Lo hago y no con el afán de los días de playa en Puerto Rico con las cervezas frías en la nevera y con Rachel zambullida en el agua. A esto se suma el uniforme de la bandera de 50 estrellas, las botas de suela dura y las armas que nunca podemos soltar. Durante la estancia en este país desconocido el armamento es como otra extremidad de nuestro cuerpo.
Suelo estar en la parte superior del vehículo de guerra. Aunque esta área está protegida contra ataques del enemigo, el miedo es algo que no entiende de blindaje. El pavor llega a mí y me confronta.
Desde aquí arriba veo aldeas pobres, niños descalzos y con la ropa llena del polvo del desierto. Son cotidianidades del país que visito, pero me resultan muy tristes. Veo chicos jugar y entretenerse con cualquier cosa, me acuerda a mis hijas y me conmueve. Pero ese no es el pensamiento de un soldado. Es el pensamiento del padre de familia que soy, con dos hijas que extraño y con las que no podré celebrar sus cumpleaños y Navidad.
Tengo miedo y no es por las cotidianidades que veo, es por las bombas que se esconden en ella. Las colocan en nuestro camino. Siempre tenemos que estar alerta, aunque a veces hay tiempo para hablar entre nosotros. Hablamos de la familia, de lo que haremos en el tiempo libre y cuando regresemos a la isla.
En Iraq apenas se duerme cinco horas cada noche. En ocasiones, las misiones pueden extenderse a tres días, tiempo en el que apenas se lograr cerrar un ojo. En medio de la misión buscamos algún lugar alejado de los pueblos para dormir un rato y luego continuar. Durante el descanso siempre se queda uno que hace guardia. Aunque la verdad es que dormir bien creo que ninguno puede. Por el miedo.
En ocasiones nos encontramos con vehículos de civiles en el camino. Los detenemos. Le pedimos que salgan del camino. Si el conductor no hace caso, le disparamos por el lado del carro. Ese es el primer aviso. El segundo aviso es un disparo al motor. Si se llegaba a un tercer aviso, es un disparo… que va para dentro del auto.
En este viaje he perdido compañeros. Eso nos hace enojar. Luego vamos con rabia. Queremos vengar la muerte de nuestros amigos, pero ellos, los enemigos, también han perdido. En la guerra nadie gana y todos pierden.
Puerto Rico hoy
Así cuenta su experiencia mi padre, luego de casi trece años de su regreso a la isla. Ahora sé lo que ocurría entre aquel instante en la mesa con la comida de mami y el día que lo vi entrar por la puerta de casa. Ha pasado mucho tiempo, el suficiente para pensar en lo que la guerra me robó. Lo que le robó a mi familia, a mi padre y a otras familias. En cada disparo, detonación o pérdida, una parte de mi padre se descomponía. Ningún entrenamiento te prepara para eso. Esta es solo una de las 63,000 historias en las que soldados viajan, dejan sus familias y exponen su vida en “honor” por la bandera de 50 estrellas. Este es un ejemplo del miedo que se puede sentir a siete horas de diferencia en lados opuestos del mundo.