Por: Raquel Quiñones (raquel.quinones2@upr.edu)
Es inevitable caminar por la plaza Román Baldorioty de Castro en Juana Díaz y ver a don Ismael Feliciano sentado en una esquina bajo la sombra de un árbol grande, viejo, fuerte, de hojas verdes resplandecientes. Con ese mismo árbol se puede comparar a don Feliciano: un hombre grande de corazón, que sin importar su edad, día a día muestra su fortaleza limpiando y brillando miles de calzados de clientes que buscan su eficaz servicio.
Con ochenta y dos años sobre sus hombros, Feliciano ha sido lustrador toda su vida. Ejerce el oficio como gran servidor y por pura pasión. Desde que llegué a su rincón, me extendió la mano y me recibió con una sonrisa en su rostro. Camina despacio hasta llegar a su banquito donde toma asiento y me invita a acompañarlo. Desde que lo vi con sus ojos resplandecientes, me hizo sentir como si lo conociera de toda la vida.
Todo comenzó en el año 1951, rememora.
“Más bien empecé desde chiquito, bueno, yo era chamaquito en la escuela elemental. Este oficio me lo enseñó mi padre Don Julio Feliciano, quien también era lustrador y me indujo a este mundo para también colaborar con el sustento en casa. Llevo setenta años trabajando en esto y así seguiré toda mi vida, hasta que me muera».
Con paso de tortuga todos los días se levanta a las seis y media de la mañana, organiza su baúl de herramientas y carga sobre su hombro un pedazo de madera pesado hasta llegar a su rincón de trabajo. Empieza su jornada a eso de las siete y media de la mañana y culmina a las tres de la tarde.
“Mi nombre es Ismael Feliciano, pero desde que era pequeño me decían Mongo, porque era mongo caminando. Me veían siempre mongo y así me decían. Así me quedé como Mongo», explica entre risas.
Mongo quedó marcado con ese sobrenombre por su aspecto físico, por su espalda ser un poco “jorobada” y con su peculiaridad al andar como si le estuviera pidiéndole permiso a un pie para mover el otro.
Cuando comenzó a ejercer este oficio, don Feliciano prestaba sus servicios por 5 a 10 centavos, algo que en la actualidad ya no se ve. Al hacer el contraste de un pasado a la actualidad es muy notable la diferencia en precio. Actualmente, cobra una tarifa de cuatro dólares por cada par.
En esta época, lustrar calzado era un oficio muy cotizado y competitivo. Era él, contra muchos lustradores más, pero como siempre enfatiza: donde hay calidad, no hay competencia. Poco a poco fue ganando sus clientes fieles, que lo buscaban por brindar un servicio 20/10 y hacerlos sentir que no solo son sus clientes, sino también su familia. No obstante, siempre recalca que no lo hace por dinero, pues en ocasiones no cobra a sus clientes que no pueden costear el servicio y continua trabajando sin importar la paga.
Como una montaña rusa, los precios de los materiales que debe comprar Feliciano bajan y suben. Su lápiz y papel eran sus betunes y materiales de calzados, los cuales eran bien económicos en sus comienzos. Actualmente, los betunes tienen un costo entre diez a quince dólares, muchas veces siendo escasos los mismos.
A pesar de la pasión que siente por su oficio, existe un recuerdo vivo en su vida que no será olvidado: una herida que la vida le dio y que jamás será curada. Se refiere al fallecimiento de su querida esposa, su ayuda idónea, la madre de sus hijos y quién no lo dejaba ni en las cuestas. Con lágrimas en sus ojos menciona que era ella el su motor para seguir día a día con su jornada.
Con sus manos arrugadas y temblorosas, y con fuerza debilitada, sigue haciendo lo que ama y dejando su huella no solo en cada par de zapatos, sino en cada persona que acude sus servicios. Feliciano se distingue por su humilde personalidad, amabilidad y su habitual sonrisa en su rostro.
Se podría decir mucho sobre don Ismael, un hombre trabajador, noble, humilde y dispuesto a dar sin recibir nada a cambio. No solamente se ha encargado de brillar los zapatos de cada persona que se le acerca, sino que también se ocupó de brillar el futuro de su familia y de sus ocho hijos. Un gran orgullo puertorriqueño quien siempre agradece a Dios, a la vida, que a sus ochenta y dos años de existencia siga firme como un roble y con fuerzas, ejerciendo un oficio que seguramente pronto dejará de existir.