Por: Gabriel Y. Soto Rivera (gabriel.soto8@upr.edu)
Me levanto, como un día común y corriente, aunque se torna un poco más corriente que común. Cuando salgo, llevo a mi madre a su inherente trabajo, como todos los días. Corro por la militar mientras veo a estos seres, unos seres invisibles. Algunos me pedían un cigarrillo, otros, comida, y el resto, cadencia monetaria.
El siguiente día fui a llevarle unas fotos a un amigo mío. En el semáforo aledaño a su casa, vi este señor, difícilmente caminando. Me paré, y le pregunté si podía tomarle una foto. El andaba con una paila llena de agua y jabón, y en su otra mano, una esponja atada a un palo. Interesantemente me ofreció que, si podía limpiarme el parabrisas gratis y yo le dije que sí. Con muchas ansias aceptó. Me resultó interesante que no me haya pedido nada, así que me quedé pensativo por este extraño suceso, que, aunque común, pareciera más fuera de la norma.
No pude contenerme…
Viré y a propósito, me detuve en el semáforo que mas se tarda en cambiar. Le pregunté si aceptaría cinco dólares de obsequio. Acto seguido, entró en euforia y me echó las bendiciones habidas y por haber. Me dijo que estaba sin casa, y lo habían atropellado hace unos meses, accidente que causó que se fracturara todas las extremidades, y le suturaran cuarenta y cinco puntos en su brazo izquierdo. Era contable, pero el alcohol arruinó su vida. Me retiré, reflexioné y pensé sobre lo invisibles que son estas personas.
Lo interesante es que muchos de estos deambulantes son mayores de edad, mayores de cincuenta años. Basta con verlos para que se repita la sentencia de discriminación. Considerando que Puerto Rico es el tercer país con mayor desigualdad económica del mundo, acentúa dicha marginación. La crisis económica y la brecha social que enfrenta el país solo me hace pensar en estas personas, estos seres, dignos de una mejor vida…
Como dijo Galeano: El Diablo es pobre…
Saliendo de la universidad, una tarde calurosa, me detengo en el semáforo. Observo a esta dama, mendigando entre carros. Cuando se me acercó a pedirme dinero, no quedaba nada en mi billetera y cobraba el domingo, pero para cooperar con este caluroso día, y afinarle un poco el humor, desde mi interior, salió una frase: “Dito corazón, estoy más pelado que el culo de un mono.” Entre risas risadas por su sudor del sol que amortigua su rojiza piel, solo llegué a una conclusión: no le di un centavo, pero le saqué una risa que alivió su dolor por la impotencia de no tener nada.