Por: Angel G. Canales Arroyo (angel.canales2@upr.edu)
El reloj marca la 1:57 de la tarde. El miedo y un chin de ansiedad dominan mi mente. Era mi primera vez lavando platos en una pizzería. Nunca había sentido esa energía y esa motivación, en ningún otro trabajo anterior. En el pasado había sido promotor de una prestigiosa universidad y presentador radial en una estación FM, pero nada como llegar a Pizzería Pirilo. Convencido de todo corazón que la intensa motivación que tenía en ese momento había surgido de una gran necesidad: el único medio de transporte para viajar a la universidad estaba esvielao’. Para colmo, quedo fuera del trabajo de promoción debido a esta misma razón: la falta de transportación propia.
Entre tanto desespero, sentía que me ahogaba, hasta que de repente, me lanzaron un salvavidas. Recibo una llamada del gerente de la pizzería para notificarme que había obtenido el puesto de lavaplatos. Acto seguido, parecía un nene chiquito que recibe su regalo en Navidad de tan feliz que estaba. Realmente necesitaba el dinero para cubrir los gastos semanales de los estudios. Por estudiar en Arecibo y no tener carro, me veía obligado a viajar con el primero que regresara a Vega Baja, donde resido.
(…)
Mi turno comenzaba a las 2:00 p.m. y salía a las 12:00 de la medianoche. Al día siguiente debía tener todo listo para madrugar e ir a la universidad con uno de mis amigos. Son las 4:45 y me encuentro frente al gigante y temeroso fregadero en el momento que me explican cómo utilizar la lavadora de platos. De repente, escucho un fuerte estruendo: “¡bim bum bam”!
Rápidamente, miro al lado derecho donde colocan todos los utensilios para lavar. Recuerdo aquella trastera: era más grande que el pico de una montaña rusa y más escalofriante que película de Jason. Tuve la dicha de que en ese momento acabó el training y comienzo a lavar las platinas, los platos, bowls y cubiertos a toda prisa. Pendiente al fregadero convencional y a la lavadora de platos a la misma vez, tenía que cubrir ambas estaciones simultáneamente. Me enrrollo las mangas del uniforme ya que el calor tan insoportable de estar en la cocina es como meter la cabeza directamente dentro del horno de pizzas. Las gigantescas y pegajosas gotas de sudor bajan por mi frente y mi espalda. A toda prisa miro mis manos: más rojas de lo normal y empezando a mudar la piel por el efecto del agua caliente. Nunca pensé que fregar fuera tan fuerte y agresivo, que hasta la piel mudas.
Precisamente, durante este ajetreo retumba dentro de mí una vocecita, esa vocecita inconfundible de mami recordándome: “hijo, en esta vida hay que trabajar duro y fuerte para lograr todas las cosas que te has propuesto”. Me sentí cansado y pensativo y al instante, recobré ánimo y fuerzas. Después de una larga meditación sobre cuán difícil se hace conseguir el billete, más estudiar para ser alguien en la vida, ahora comprendo claramente que se trabaja por un sueño, se trabaja por una necesidad. El levantarse cada día para estudiar y trabajar es la riqueza del mañana.