Por: Stephanie Chaparro (stephanie.chaparro1@upr.edu)
Me levanto un lunes a las seis de la mañana y mi mamá, es quien, como de costumbre, me lleva a la universidad. Malhumorada por su insistencia, decido ignorarla. Me dirijo hacia el baño donde me encuentro con el espejo. Por ojos, tiene dos bolas de billar; por pelo, un alambre de púas mal enrollado. Me lavo la boca; el pelo, lo intento domar. No tiene arreglo. Enciendo la ducha; el agua comienza a caer.
Escucho a mami ajorándome. “¡Me tengo que ir!”, grita. Se siente mal desde hace varios días, por lo que -a pesar de lo testaruda que es- mi papá decide acompañarla al hospital. Falta al trabajo, pues mi mamá, Ivette Valentín, tiene el pecho agitado, una voz incisiva y un cansancio de nunca acabar. Pensamos que era pulmonía, pero llevaba un mes con los síntomas y nada que mejoraba.
Luego de regresar, junto a mi amiga al hospedaje, mi padre se dirige hacia el hospital. Se convierte en un regreso rutinario; cada semana, retornaba y me iba por no escucharla echarme un “repique” por cualquier bobería. Sin embargo, nadie pensó que ese 29 de enero de 2018, sería la última vez que ella se sentaría en el sofá con taza de café en mano, mientras veía sus películas favoritas.
En esas cuatro paredes del hospital, blancas, insípidas y de pocos amigos, estuvo encerrada durante un mes sin que nadie se lo imaginase. Ella suplicaba que la sacaran de ahí. Y la gente, sin hacer mucho más, iba a visitarla para recordarle lo mucho que la querían. Ella se sonrojaba, pues eran esos algunos de sus pocos instantes felices ahí en el hospital.
Foto con mi mamá, Ivette Valentín, en el hospital.
Lloraba mientras ella dormía. Me dolía verla en aquella cama sollozando y dolida por esos respiros que intentaba dar sin que sintiese dolor en el pecho. Conectada a las máquinas; consumida por la incertidumbre, previo al anuncio de aquel diagnóstico. Era cáncer. ¡Maldito cáncer! Grité y lloré con fuerza, pero muy dentro de mí sin ser escuchada, pues no quería ser una carga para mi madre que ahí sufría.
Recuerdo que en una ocasión que dijo que cuando estuviese vieja y cansada, me tocaría bañarla. Y yo, jocosa, le respondí: “Yo no, para eso está Gysheira que va a estudiar enfermería”. “Vas a ser tú mamita”, me expresó entre risas. Y no, no estaba vieja. Apenas sobrepasaba las cuatro décadas; no estaba arrugada, lucía bastante bien. Pero sí, estaba cansada. Una apuñalada sentí en el corazón, pero las lágrimas aguanté y seguí.
Foto de mi familia en el cumpleaños de Gysheira (mi hermana).
Pensé terminar aquel semestre la universidad, pues mami me necesitaba. Yo solo deseaba estar con ella, pero me obligaron a reinstalarme en el aula de clases. Me fui la semana del 20 de febrero de ese año, aunque no me concentraba para nada. En una noche de esas, llamé a papi a las once y algo de la noche; noche del 22 de febrero. Hablé con él; mami me dijo te amo. Dentro de mí, algo no me dejaba dormir. En el interior, algo no me dejaba dormir. Lo ignoré.
El 23 de febrero, mami falleció a las doce de la madrugada. Me mata. Me desespera. Mi mente se consume cada vez que pienso que no está. Esa última conversación, si hubiese sabido que sería la última, le hubiese dicho cuánto la amaba, admiraba y respeta. ¡Ella era mi ídolo! Y por ella lo hubiese dado todo; lo mismo que daría por tenerla en mi vida nuevamente.
Foto de su tumba.
No perdí solamente a mi madre, perdí a una mejor amiga. Mujer que nunca me juzgaba, y sin importar qué, nunca paraba de amarme. Al verla en su caja, con su piel suave, lucía como si estuviese dormida, con el mismo amor que su fría piel la hacía no estar ahí. Y todo cambió desde mi diario vivir hasta mi pensar.
La vida de pocos quizás cambió con su partida; pero de una manera repentina, drástica y fuerte. Madre, solo hay una. Entiéndanlo, compréndanlo. No esperen a que sea demasiado tarde.
Hay muchos que hoy celebrarán el amor romántico, pasional, sexual y/o lúdico pero, te invito a celebrar otro tipo de amor, el maternal. Aquel que se intensifica cada día más. Ese amor que te llena de alegría al verla y que con un solo abrazo, ella te dice: “Tranquilo, no hay problema que mamá no pueda ayudarte”.
Ámenla, quiéranla y abrásenla, porque la vida sin ella da un giro de 180 grados.