Hay personas que son fundamentales para el desarrollo humano. Así lo fue mi viejo para mí. Sus ojos color café, su risa contagiosa, su altura y su cabello negro con destellos platinados, son rasgos difíciles de olvidar. Siempre con camisas de manga larga y pantalones largos. Sus manos gruesas y ásperas, con una cicatriz y un dedo doblado en una de ellas – producto de un accidente en su niñez-, sostenían las mías al momento de cruzar alguna calle. Él, tenía la capacidad de hacerme sentir segura cuando me rodeaba con sus brazos. Nos veíamos casi todos los fines de semana en su casa, ubicada en el campo. Nos entreteníamos jugando dominó, (que por cierto, muchas veces hizo trampa), me relataba historias y hasta canciones me cantaba. Siempre me trató como una princesa y me cuidó como su tesoro más preciado.
Una tarde en una de esas visitas, me percaté que mientras sostenía su taza para tomarse la dosis diaria de café, su mano comenzó a temblar involuntariamente. Le pregunté si estaba bien y me respondió que sí, pero este síntoma se tornaba cada vez mas concurrente. Preocupados por esta situación, lo llevamos al médico. Allí nos enteramos que padecía del mal de Parkinson, un tipo de trastorno neuorodegenerativo que afecta el movimiento y ocurre cuando las células no producen suficientes sustancias químicas al cerebro.
Como consecuencia de esto, todo comenzó a cambiar. Su trato hacia mí no era como antes y todos comenzamos a cuidar más de él, porque se le hacía difícil valerse por sí mismo. Cuando tenía la oportunidad de verlo, sus palabras eran limitadas y se cansaba con mayor rapidez. Sus brazos perdieron la fuerza y sus pasos comenzaron a ser más cortos. Cada día era más notoria su delgadez y su incapacidad para incluso desabrocharse el pantalón o caminar, eran ahora parte de su vida cotidiana.
Una tarde, abuela tuvo que salir de la casa y para él, era duro y hasta inaceptable tener que depender de otros para moverse. Así que solo en la casa, caminó hasta la sala donde tropezó con una de las mesas que se encuentra en la esquina y en ese preciso momento, ya no pudo contener el peso de su cuerpo y se desplomó. Esta y otras caídas más colaboraron a mayor deterioro físico. Lógicamente fue llevado al hospital para descartar cualquier fractura. Allí nuestras miradas se cruzaron y las lágrimas por su rostro comenzaron a desfilar. Me rompió el corazón ver en sus ojos una verdad que no estaba lista para asimilar. Esos ojos color café poco a poco dejaban de brillar.
A medida que pasaban los años, la enfermedad avanzó a tal grado que apenas podía sostenerse sobre sus pies. Sufrió una fuerte pulmonía que lo llevó a estar encamado y atado a un tanque de oxígeno que le ayudaba a respirar. Una vez incapaz de levantarse de la cama, dejó de comer y su delgadez era ahora más evidente. Los médicos, en busca de una solución, le injertaron una gastrostomía, es decir, una manga plástica que permitía suministrarle alimentos líquidos directamente al estómago.
Fueron meses muy difíciles. Recuerdo escuchar a mi madre orar cada mañana. Su plegaria siempre fue para que la salud del viejo mejorara, pero al pasar los meses y ver el panorama, su oración cambió. Esta vez oraba por misericordia y fortaleza para dejarlo partir en paz. En esta ocasión, entendió que había que dejar de ser egoísta y dejarlo ir aunque se nos hiciera muy difícil aceptarlo. Había llegado su hora.
Ella sacrificaba todas sus noches para cuidar de él. Llegaba del trabajo, preparaba un bulto con ropa para el siguiente día y partía para casa de mis abuelos. Sus verdes ojos lucían cansados y unas negras ojeras se acomodaron debajo de ellos. Justo ahí, en su rostro, descubrí que unas ojeras pueden ocultar el acto de amor más bello: el de sacrificarse por quién se ama.
El 17 de julio de 2015, acostado en su cama y tras haber recibido sus alimentos, cerró los ojos a esta vida. Los sentimientos que nos invadieron fueron contrarios: por un lado nos sentíamos tristes porque no lo veríamos más, aunque por el otro, experimentamos paz porque ya había terminado el sufrimiento. Nos consuela que partió como siempre quiso: en casa y rodeado de sus seres amados.
En ocasiones nos enfocamos en tantas cosas, que obviamos pequeños detalles como jugar dominó o tomarnos una buena taza de café con seres queridos. Siempre que recuerdo al viejo, sonrío, pues mientras vivió, disfruté cada instante a su lado. Como dijo en una ocasión Mahatma Gandhi: «Vive como si fueras a morir mañana, aprende como si fueras a vivir para siempre».