La historia que no quería contar

Por: Reuel Torres (reuel.torres@upr.edu)

 

Francisca Plumer Correa, residente de 92 años del Centro de geriátrico San Rafael.
Francisca Plumer Correa, residente de 92 años del Centro de geriátrico San Rafael.

No recuerda cuántos años tiene, pero sabe que ha vivido muchos. Francisca Plumer Correa, mejor conocida como Pancha por sus amigos cercanos, reside en el Centro Geriátrico San Rafael, en el pueblo de Arecibo.  Aunque admite que su apodo es un nombre fuerte y con mucho carácter además de ser exclusivo para personas de confianza, me permitió utilizarlo en la entrevista. Esto nos ayudó a mantener un ambiente de confianza desde el principio. Según ella, por ser joven educado se confió de mí y me agradeció haber tomado de mi tiempo para conversar con ella, algo que es extraño ver en la generación moderna, dijo.

Pancha, quien ya tenía 92 años de edad según los registros del Centro, se encuentra en un estado saludable. Puede moverse por su cuenta, come sola y mantiene una conversación fluida;  en ocasiones repetía lo mismo varias veces, pero me daba cuanta que eran sucesos importantes para ella. Su oído izquierdo muestra algunos problemas de audición, por lo que nuestras conversaciones eran casi gritadas, pero me entretenían. En ocasiones nos deteníamos a reírnos porque era obvio que ambos nos gritábamos: yo para que ella me escuchara y ella porque no se escuchaba. En ese momento me decía: bendito mijo perdón, es que no te escucho, por eso tienes que gritarme”.

Estaba allí con un propósito y era encontrar una historia que contar. Cuando llegué habían 26 ancianos en la sala donde toman la merienda; deseaba hablar con uno que pudiese contar la historia que me había imaginado. Aquella que mostrara un abandono y la insatisfacción de no querer vivir más en el Centro. Desde que planté un pie adentro, iba predeterminado y con eso en mente. Tenía claro lo que iba a escuchar y luego a escribir. De repente apareció Pancha.

Halamos una silla para comenzar nuestro dialogo. Me presenté pero no le di mucha importancia a mi nombre, ya que, por ser complicado y ella medio sorda, supe que sería un obstáculo. Por ese motivo, prefirió llamarme el nene. Detrás de sus pronunciados rasgos se escondía una historia: su madre era puertorriqueña y su padre, europeo. “Mi papa era un hombre grande, lindo y negro, pero no era de aquí. Era de otro sitio lejos de aquí, como de Francia”.

Plumer es el primer apellido de Pancha y uno muy poco conocido en la Isla. Comencé preguntándole por sus padres y hermanos, ya que provenía de una familia grande de cuatro hijos y sus dos padres. A la edad de cinco años, su madre murió y por ser la hija mayor, la responsabilidad cayó completamente sobre ella. Abandonó la escuela a temprana edad para criar a sus hermanos: Tenía que alimentarlos, vestirlos y atender a mi papá, pero no me molestó, porque era por el bien de ellos”.  El escenario de su vida fue el barrio la Esperanza de Arecibo. Cuando me hablaba del lugar, se perdía mirando al horizonte como si todas esas memorias le pasaran por la mente como una película. Sus tiernos ojos escondían varias décadas de historias. Contaba con entusiasmo como si se transportara al lugar y describía cada cosa que veía: “Ahí iba gente de todas partes del mundo; habían blancos, negros, altos, pequeños y puertorriqueños, afirmaba como si fuera de otra parte.

Volví a retener su atención cuando le pregunte: “¿Y usted se casó?” Bajó la cabeza por unos segundos y soltó una sonrisa comprometedora. Luego afirmó mirándome fijamente: “Sí, me casé con mi primer novio”.  Le hice un chiste común de enamorados para romper el hielo y amenizar la entrevista. Me contó que tuvo tres hijos, pero perdió dos de ellos: uno de 6 años y otro de 5 días de nacido. Le queda solo uno vivo a quien llamaremos Luis, de quien habla con emoción y orgullo.

Luis es un hombre profesional casado con dos hijas, quien actualmente vive en la capital. Hace cinco años Francisca recurrió a un doctor para chequeos mensuales y ahí fue cuando por falta de tiempo y compromisos, el galeno le recomendó trasladarse al Centro Geriátrico San Rafael. Su hijo creyó también que esa era la solución más conveniente para la familia y procedió a realizar los trámites para que Pancha fuera residente oficial del Centro. En ese momento la voz de Francisca cambió a una un poco más nostálgica y de emociones encerradas.  Me repitió: “No sé cuántos años tengo porque sé que son muchos, pero sé que llevo cinco años aquí”.

Mis emociones comenzaron a estremecerme porque aunque estaba entretenido sabía que mi intención de aquella entrevista con Pancha era tocar el tema del abandono. Tenía miedo a preguntar, quizás porque era una persona mayor y porque no quería que por mi culpa comenzara a llorar, pero sabía que era la única manera de saber.¿Ha visto a su hijo desde entonces? ¿Conoce a sus nietas?”

 

“Mi hijo me venía a ver los primeros días, pero hace mucho que no lo veo”. fueron las palabras de Plumer.
“Mi hijo me venía a ver los primeros días, pero hace mucho que no lo veo”. fueron las palabras de Plumer.

En todo momento Pancha se mostró defensiva hacia su hijo quien, según ella, no tenía culpa de lo sucedido y había tomado la mejor decisión. “Mi hijo me venía a ver los primeros días, pero hace mucho que no lo veo”. Con esto intento dar seguimiento a la pregunta: “¿Hace cuánto?” Acción seguida me responde: Ay mijo eso sí que no sé decirte”. La había llevado ahí para que estuviera mejor, cosa que no dudo porque la cuidan muy bien, pero no entendía cómo podía haber tomado esa decisión sabiendo que su madre había dado la vida por su hijo.  A sus nietas no las veía desde que entró por las puertas del Centro. Aquel día anónimo fue el último momento que hizo contacto con ellas, aunque aún continuaba expresando ternura por ellas. Esa manera en que hablaba, me recordó a mi abuela. Sentía un orgullo profundo por sus nietas porque eran dedicadas a los estudios: “Una de mis nietas se parece mucho a mí”, me repetía una y otra vez cuando hablábamos sobre ellas.

La realidad es que Francisca había sido abandonada por su único hijo en este Centro y que quizás con lo que le queda de vida, jamás volverá a volver. Me hago la idea de que es más lindo que ella crea que su hijo la llevo a un mejor lugar porque sabía que la iban a tratar bien, a que la abandonó para limpiarse las manos del asunto y no hacerse responsable.

“No me voy de aquí ni con mi hijo y mira que los hijos se aman” fueron las expresiones de Francisca cuando le pregunte como la trataban en el Centro de geriátrico San Rafael.

Comencé a preguntar por el trato que recibía a menudo, mientras conversábamos  se acercaba una enfermera a preguntar por su estado y ella siempre respondía con mucha emoción y placer. Me comentaba que se sentía como una niña de 10 años de edad, tenía atención las 24 horas y nunca estaba sola. Sus ojos volvieron a brillar y ahora utilizaba todo el cuerpo para hablarme. No tuve que preguntar mucho porque ella dirigió toda la conversación en este asunto, me conto que contaba con un cuarto solo para ella y que dormía como una reina sin interrupciones: “en el lugar que vivía con mi hijo siempre había ruido y ya estoy vieja para esas cosas, me las disfrute cuando era joven”.  Le pregunto por las actividades diarias y como niña contando una historia me decía, aquí yo hablo con los demás ancianos, puedo sentarme en una sillita que tengo a coger aire fresco y cuando me quiero ir dormir me acuesto en mi cama y vivo feliz. También me dijo que hacen excursiones, pero que no salía de la casa, ese era su lugar preferido y solo iba salir cuando muriera: “Ellos me llevan a pasera, pero no me gusta salir me siento segura aquí”.

Francisca Plumer Correa
Francisca Plumer Correa

La felicidad le brotaba por los poros cuando se expresaba del Centro era el mejor lugar donde podía estar, quería ver hasta dónde estaba dispuesta a permanecer ahí le lance una pregunta que podía ser desconsidera ¿Y le gustaría volver a su casa? Abrió sus dos esmeraldas brillantes y a través de ellos me dio una repuesta firme y clara.  “Esta es mi casa y aquí vivo tranquila”

Estaba convencido, Francisca Plumer Correa se sentía feliz de vivir en el Centro de geriátrico San Rafael, y deseaba morir ahí también. Sentía la plenitud de haber vivido una vida como quiso vivirla y ahora tomar tiempo para descansar,  para cerrar la entrevista le pregunté que si tenía un deseo que no había sido cumplido aún…

“Cuando muera quiero que me pongan un vestido blanco y quiero morir aquí no en otro lado”

Me convencí que mi amiga Pancha la de los ojos grandes y mirada dulce era una mujer alegre que esperaba el día para usar el vestido con el que soñaba.

 

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Author: Colaborador/a de Tinta Digital

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