Setenta y dos horas habían pasado desde que aterricé por primera vez en suelo europeo. Eran las 3:35 de la tarde y aquel fresco de 60 grados que arropaba la ciudad de Málaga en la mañana había desaparecido. Solo comenzaba a azotar el calor de aquel resplandeciente sol que acompañaba a las nubes en un cielo azulado. En ese momento me encontraba caminando en medio de una multitud de personas que venían a la sexta ciudad más poblada de España por motivo de la celebración de Semana Santa que comenzaba al día siguiente con largas procesiones. Turistas de todas partes del mundo rodeaban los edificios históricos e iglesias, mientras se tomaban cientos de fotos y videos de aquellas inmensas y detalladas construcciones.
De repente, transitando por aquella calle donde a su derecha quedaba el lateral norte de la catedral de Málaga, y a su izquierda el antiguo Hospital Santo Tomás, se encontraba un hombre delgado, poco aseado y barbudo. Dormía frente a las puertas del antiguo hospital recostado sobre un pedazo de cartón y arropado de dos desgastadas cobijas.
Por unos minutos mis ojos fotografiaron aquel momento y mi mente comenzó a plantearse miles de interrogantes, pues me parecía irónico que esa persona se encontrara frente aquel inmueble que durante los siglos XVIII y XIX se dedicó a atender la salud de cientos de personas pobres que sufrían de infecciones por la falta de higiene.
Dejé unos cuantos euros a su costado, en un sombrero que tumbado en el piso se encontraba, pues dormía profundamente y no me atreví despertarlo. Luego, me alejé unos cuantos metros y nuevamente encontré otra mujer en las mismas condiciones, sentada sobre un cajón rojo de plástico cerca de lo que parecía ser su bicicleta.
Una vez más el sentimiento se apoderó de mí, aquel sentimiento que cuestionaba y reprochaba en silencio cuánto se ha normalizado esto. Calles altamente transitadas dónde pareciera que aquellas personas se habían convertido en un ornamento más de aquellas gigantescas antigüedades. El contraste agudo entre el turismo y la mendicidad, que a menudo, van agarrados de la mano.
El reloj ya había sumado cinco minutos mientras esperaba a otros cuatro compañeros de viaje que andaban conmigo. A su vez, comencé a observar cada movimiento que en aquella calle ocurría. Mujeres con velos negros, hombres con rosarios en mano y decenas de personas devotas comprando estampas de santos a quienes veneraban. Todo acontecía, mientras ahí seguían, aquel hombre y aquella mujer que en silencio pedían una cómoda cama donde poder descansar sus esqueletos y un plato caliente de comida.
La realidad que aún no tengo la contestación, y simplemente dejé aquellos pensamientos plasmados en la atmósfera del asiento que me sostuvo mientras esperaba.
Pasado el tiempo continué con mi camino, aunque todavía puedo recordar aquellas imágenes que no desean salir de mi cabeza. Pues aunque se esté en el continente europeo, no se aleja mucho de la cuestionable devoción a la fe que se vive en el continente americano.